Por Martín Caparrós |
Son muertes, tantas, tan distintas muertes… y en la
Argentina no hay factor político más decisivo que la muerte. Muertes siempre han marcado el recorrido. La
incompetencia municipal en el incendio de la discoteca Cromañón —194 muertos—
en Buenos Aires en 2004 abrió el camino a un nuevo intendente que se llamaba
Mauricio Macri; la simpatía por la muerte de su marido en 2010 le garantizó a
Cristina Fernández la reelección presidencial en 2011; las 51 personas que mató
un tren obsoleto en la estación de Once hicieron que millones se preguntaran
por el Estado y sus corruptelas y condenaran a ese gobierno.
Hace cuatro semanas un submarino con 44 tripulantes
desapareció en el mar Austral: el ahora presidente Macri busca el momento para
declararlos oficialmente muertos. Y hace dos semanas un joven de origen mapuche
murió baleado por la Prefectura, una fuerza de seguridad. Son muertes tan
distintas, historias que se chocan, debates que se cruzan.
* * *
El ARA San Juan era uno de los tres submarinos que
componían la flota sumergida de la Armada Argentina. Lo construyeron en
Alemania en 1983; en 2014 lo renovaron en Buenos Aires y la presidenta
Fernández lo echó al agua diciendo que navegaría treinta años más. Su
desaparición puso en evidencia la precariedad de las fuerzas armadas argentinas
y lanzó la polémica: la tragedia del San Juan es la oportunidad que algunos
esperaban para reclamar más medios para los militares.
Será un caso difícil. Durante décadas, en ese país
de instituciones muy desprestigiadas no hubo institución más desprestigiada que
sus fuerzas armadas. Habían hecho, en los setenta, todo lo necesario para
lograrlo: desde el poder secuestraron, torturaron y asesinaron a miles de
personas —con un pacto de sangre que dictaba que todos debían ensuciarse las
manos para que ninguno pudiera acusar a los demás—.
En los primeros años de la democracia todavía
pesaban: hubo presiones, juicios, condenas, intentonas golpistas. En 1994 la
muerte de Omar Carrasco, un soldado conscripto castigado —torturado— por sus oficiales,
provocó tal indignación que el gobierno de Carlos Menem tuvo que suprimir el
servicio militar obligatorio. Las fuerzas armadas seguían decayendo y el
sistema de poder argentino no sabía qué hacer con ellas: había dejado de
necesitarlas.
Desde 1930 hasta 1983 los militares argentinos
habían sido el reaseguro de los argentinos ricos: cuando un gobierno
democrático no les servía —porque era populista, porque molestaba a las grandes
corporaciones, porque no conseguía reprimir lo suficiente—, el ejército daba un
golpe de Estado y lo solucionaba. Pero a partir de 1983 la democracia se bastó
para asegurar que no hubiera desviaciones: que el capitalismo de mercado no
sufriera amenazas.
El ejército se quedó sin función, y no encontró una
nueva. Solo una vez en todo el siglo XX debió pelear contra otro ejército: fue
en 1982, en las islas Malvinas, y su derrota fue completa. Fuera de eso, la
Argentina lleva 150 años sin guerras exteriores. Y, lo mejor: sin perspectivas
de que haya.
Hace años que me pregunto qué hipótesis de
conflicto real tienen las fuerzas armadas argentinas. No es fácil conseguirles
enemigos. Con los ingleses ni hablar, porque son mucho más fuertes. Y los
vecinos no son una amenaza: la posibilidad de que vayamos a la guerra con Chile
por diez leguas de hielos continentales o contra Paraguay por el agua de un
estero o contra Brasil por un casino en Iguazú o un penal mal cobrado es cada
vez más tenue. El mundo actual está lleno de organizaciones y mecanismos para
que eso no suceda, y el nivel de conflicto al que —eventual, remotamente—
podríamos llegar con ellos es perfecto para que lo solucione una de esas
mediaciones.
* * *
Es una suerte porque, de todas formas, las fuerzas
armadas argentinas no están a la altura. El país, perpetuamente en deuda, gasta
menos del uno por ciento de su presupuesto en defensa, casi la mitad que el
resto de los países latinoamericanos. Y más del 80 por ciento de ese
presupuesto se va en sueldos: en las últimas décadas la proporción de oficiales
superiores se ha disparado; como el resto del Estado, las fuerzas armadas son
un refugio de burócratas. Otro 15 por ciento del dinero sirve para mantenimiento
y gastos corrientes; les queda menos del cinco por ciento para renovar sus
equipos viejísimos.
O sea que la Argentina tiene unas fuerzas armadas
que ni siquiera son competitivas. América Latina sigue llena de pobres pero
nuestros vecinos han gastado fortunas en armarse y tienen ejércitos muy
superiores. Nos quedan dos opciones: sumarnos de atrás a una carrera carísima
que vamos a perder de cualquier modo, o hacer de necesidad virtud y declarar
que no queremos ni precisamos un ejército, transformar a la Argentina en un
país desarmado —o relativamente desarmado— y decir que somos los más buenos y
razonables y maravillosos. Y quizás, incluso, alguien nos crea. Nosotros
mismos, por ejemplo.
Así, además, el Estado podría gastar ese dinero en
combatir las verdaderas amenazas: la pobreza, la marginación y, con ellas, el
aumento de la delincuencia, la difusión del narco, la violencia presente.
Podría gastarlo incluso en entrenar cuerpos de orden público que supieran hacer
su trabajo sin matar. Podría gastarlo en pagarles bien, así no se venden a las
mafias. Podría incluir en esos cuerpos a los militares que quisieran reciclarse
y se lo merecieran.
El proceso no sería complicado. Todo consiste en
preguntarse si es necesario tener un ejército, para qué. En volver a estudiar,
por ejemplo, a Costa Rica, ese país que, en la región más violenta del mundo,
lleva décadas sin él y vive mucho mejor que sus vecinos armados. Pensar si
sirve o no sirve: analizar la situación geopolítica, sopesar sus usos reales,
discutirlos en serio.
Algunos de sus defensores argumentan, si acaso, que
las fuerzas armadas están para defender nuestros recursos naturales. Es otro
triunfo de la ideología —nacionalista— contra la realidad: es el Estado
argentino el que entrega motu proprio sus recursos a la
Barrick Gold o a la Exxon, el que insiste en pedirles que vengan.
Todo consiste en pensar en serio la cuestión, pero
eso requiere un coraje que la clase política argentina nunca mostró. Un
ejército es de esas cosas que no cuestionan. Hablan de él, se llenan la boca de
frases rimbombantes. Parece como si alcanzara con su función mítica, simbólica:
un país, para ser un país, debe tener ejército (y una aerolínea “de bandera”).
El ejército existe porque existe, porque siempre existió; ya sería hora de
invertir la carga de la prueba, demostrar por qué es necesario.
Es un debate que muchos temen. Para esquivarlo, lo
más fácil es conseguirse un enemigo. Nada sirve más que un buen enemigo: lo
saben bien todos los populismos. Un enemigo organiza a quienes lo enfrentan,
los cohesiona aunque sean heterogéneos, les presta un sentido de propósito.
Ahora, para volver a crear la sensación de que necesita a sus fuerzas armadas,
la Argentina ha producido un enemigo nuevo.
* * *
Cuando lo mataron, Rafael Nahuel tenía 22 años y
participaba —dijo la Prefectura— de la toma de un cerro en un Parque Nacional
de los Andes patagónicos junto con miembros de un pequeño grupo llamado RAM:
Resistencia Ancestral Mapuche. Los mapuches son el grupo étnico que vivía en la
Patagonia cuando el Estado argentino la ocupó por la fuerza en el siglo XIX;
ahora más de cien mil de sus descendientes siguen en la zona, son pobres y
nadie sabe bien qué hacer con ellos.
Es curiosa la relación de los biempensantes
latinoamericanos con sus indios. Los llaman, en esta etapa de la culpa, pueblos
originarios, como si hubieran crecido en las ramas de un ombú —o como si la
historia no existiera—.
La historia dice que todos llegamos, alguna vez, a
América. Los que ahora son originarios llegaron hace unos diez mil años. Y
desde entonces fueron cambiando de lugares y poderes: un pueblo ocupaba un
espacio, después otro lo sacaba de allí o lo sometía y después otro (como
sucede en todas partes, penosamente, siempre). Pero el discurso oficial
biempensante arma un cuadro ahistórico, idílico, estático en que, alrededor del
año 1500, había pueblos originarios casi felices y muy legítimos y
consustanciados con sus territorios, y llegaron unos señores malos y pálidos
que los corrieron a guantazos.
Los señores los corrieron, en efecto, y eran malos,
pero no más que otros nacidos allí que hacían lo mismo. No pretendo justificar
la invasión española, avalancha de cruces y saqueos; solo decir que sus
víctimas habían hecho lo mismo con otras víctimas unas décadas, un par de
siglos antes. En Argentina, donde todo es más reciente, está muy claro: los
mapuches que ahora penan en el sur andino entraron desde Chile a fines del
siglo XVIII y desplazaron a los originarios anteriores.
La causa de los pueblos originarios se ha
convertido en uno de esos lugares comunes que parecen eludir todo debate. El
indigenismo es la versión social de la vulgata ecologista: en una sociedad
hecha de mezclas, que debe seguir mezclándose para reinventarse, progres claman
por la tradición, la pureza, la “autenticidad” de los originarios. Es esa idea
conservadora de detener la evolución en un punto pasado: esa idea que cierta
izquierda comparte tan bien con la derecha, aunque la apliquen a objetos
diferentes.
Progres defienden encarnizados los derechos de los
aborígenes a seguir viviendo igual que sus tatarabuelos. Se empeñan en suponer
que hay sociedades “tradicionales” que deberían conservar para siempre su forma
de vida y que lo “progresista” consiste en ayudarlos a que vivan como sus
ancestros.
Por esa culpa, los biempensantes les suponen a los
pueblos originarios más derechos que a los demás desposeídos. “La ley ofrece a
los originarios lo que no ofrece a millones de compatriotas suyos, tan pobres
como ellos. No digo que los originarios no tengan tanto
derecho como cualquiera a una vida digna; sí digo que tienen tanto derecho como
cualquiera a una vida digna —ni más ni menos que esos muchos millones de pobres
sin pureza de sangre, mixturados, tan poco originales—”, escribí hace unos
años. Así estaban hasta que, últimamente, para una parte del público argentino,
los mapuches se han convertido en otra cosa: ahora los llaman “terroristas” y
son el enemigo.
* * *
La cosa empezó en Chile hace más de diez años.
Allí, donde son mucho más numerosos, existe una Coordinadora Arauco-Malleco
(CAM) que ha lanzado atentados y ataques varios para “recuperar sus tierras”.
En la Argentina la RAM apareció hace poco y fuentes del gobierno dicen que no
son más de cien, pero los medios los están instalando como la peor amenaza.
El 25 de noviembre, mientras en Buenos Aires
enterraban a Santiago Maldonado —la otra víctima del conflicto mapuche—, Rafael
Nahuel recibió un tiro en una nalga y murió horas más tarde; la bala de 9
milímetros era de las que usan los comandos de la Prefectura. El gobierno habló
de un “enfrentamiento”; las pericias, después, mostraron que ni Nahuel ni sus
compañeros tenían rastros de pólvora en las manos: que no estaban armados.
No importa que sus acciones hayan sido menores: que
ocuparan sin violencia algunos predios e incendiaran cuatro o cinco casas
aisladas en la Patagonia —evacuando a sus ocupantes para no dañarlos—. No
importa que no hayan matado a nadie: que, hasta ahora, los únicos muertos desde
que empezó su “terrorismo” fueran dos “terroristas”.
No importa que no parezcan dar la talla: los
medios, las redes sociales, los corrillos hablan y hablan de la amenaza del
terrorismo mapuche. La RAM parece hecha a medida: esos muchachos proclaman que
no son argentinos y que quieren formar una nación aparte; esas cosas que
cualquier nacionalismo precisa para izar banderas y llamar a los salvadores de
la patria.
Así que miles de voces se levantan para pedir que
el Estado los acabe. Ese es el problema central: la resurrección de una idea
que parecía enterrada. Ahora tantos dicen que si un cuerpo represivo ve a un
terrorista, a un enemigo en situación hostil, está bien que lo mate; no piensan
esa muerte como un error o un último pésimo recurso, sino como un castigo
justo: ellos se lo buscaron. Lo apoyan, lo aplauden.
El gobierno hace su parte: cuando le pidieron que
investigara la muerte de Nahuel, la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich,
dijo que “nosotros no tenemos que probar lo que hacen las fuerzas de seguridad.
Nosotros le damos a la versión que nos da la Prefectura carácter de verdad”.
Nada en la historia argentina la sustenta. Todo, en cambio, advierte sobre el
riesgo de que el Estado justifique y aliente su propia violencia. Cuatro días
después de la muerte de Nahuel se cerró la “megacausa Esma” —el juicio final de
los secuestradores y asesinos del peor campo de concentración de los militares
del 76— con la condena a cadena perpetua de 29 oficiales de la Marina, la
Prefectura y la Policía Federal.
* * *
En la Argentina ha aflorado, en estos días, esa
fracción —numerosa, defensora del partido de gobierno— que pide bala: una
fracción que quiere una pena de muerte que no tenga que pasar por la vergüenza
de decir que existe.
Es un peligro. Hoy son mapuches, mañana quién sabe.
El ayer, mientras tanto, también cambia de signo: los que ahora dicen que no
está mal matar “subversivos apátridas” aprovechan para reivindicar a aquellos
militares que, en los años setenta, los mataron por miles. Y proclaman que se
merecen respeto y gratitud y más dinero para seguir siendo los guardianes de
nuestra nación. Como lo eran, dicen, los mártires del mar.
Dos tragedias se cruzan: la muerte de un joven
argentino, la muerte de 44 marineros argentinos. Hay quienes quieren usarlas
para recuperar el lugar y el prestigio de unas fuerzas armadas que no parecen
útiles. Ojalá algunos la vieran como una oportunidad para discutir la opción
contraria: dejar atrás unas fuerzas armadas sin función visible, que hacen mal
lo poco que hacen porque no tienen los medios ni los fines para hacerlo. Sería
—por fin— un auténtico cambio, un camino nuevo: un ejemplo.
© The New
York Times
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