El riesgo de llevar
al extremo la polarización, en un país con
los antecedentes de la Argentina.
Por Ignacio Fidanza |
El gobierno de Macri ingresó en una etapa crucial para darle
sustentabilidad al proyecto político que encarna. El crecimiento exponencial de
la deuda externa y la masa de Lebac que emite el Central para esterilizar su
impacto monetario marcan un horizonte muy claro al gradualismo.
Macri ya reconoció que el corazón de su mandato pasa por
ajustar el enorme déficit fiscal que heredó del kirchnerismo.
Postergó el
abordaje de ese problema hasta pasar el filtro de las elecciones de medio término,
entendiendo que si anticipaba el ajuste las iba a perder y entraría en crisis
grave como le ocurrió a De la Rúa.
Pero el tiempo se acabó. El diseño del ajuste es sencillo:
Eliminación de subsidios energéticos y reducción del gasto del sistema de
seguridad social. Macri tiene una mirada pragmática, de ingeniero, para
enfrentar problemas complejos: Si el grueso del déficit pasa por esos dos
rubros, ahí se aplica el recorte.
No hubo en el gobierno una apertura a discutir caminos
alternativos para la corrección del gasto, que salvo el kirchnerismo y la
izquierda, la gran mayoría del sistema político entiende que es no sólo
inevitable, si no necesario si se quiere evitar una nueva crisis de primera
magnitud.
Este esfuerzo de normalización macroeconómica se mezcló mal
con la otra gran promesa del macrismo: la restauración del orden público,
entendido en sentido amplio. Es decir, desde los piquetes hasta el
narcotráfico.
La propuesta del macrismo a esta altura ya es clara y tiene
cuatro ejes:
- Normalización
macroeconómica y recuperación del crecimiento.
- Restablecimiento del
orden.
- Combate a la
corrupción.
- Obra pública y
modernización vial, energética y del transporte.
El inconveniente surge, por momentos, en la manera en que se
combinan los tres primeros postulados y como se articula la política para
alcanzarlos. El cuarto punto tiene un consenso social absoluto, luego de la
pésima gestión en esa área de Cristina Kirchner.
El ruido de fondo es evidente. Si el combate de la
corrupción muta en persecución y encarcelamiento de opositores y deja afuera a
oficialistas y empresarios estamos en problemas. Si la búsqueda del orden
público da pie o parece habilitar intentos de restringir el derecho a la
protesta y hasta el trabajo de la prensa, también.
Macri creció y alcanzó el poder gracias a una exitosa
polarización con el kirchnerismo, que barrió a propuestas intermedias. Ese
éxito explica en buena medida los aspectos más disfuncionales del modelo en
curso.
Así como el macrismo apela a trolls reales y fabricados para
intoxicar la discusión en las redes y deslegitimar las críticas, hace un tiempo
que empezó a desplegarse un discurso del orden que emparenta cualquier protesta
con un intento de sedición. Y de hecho, suelen combinarse ambos dispositivos,
que se terminan retroalimentando.
Esta dinámica tóxica alcanzó un pico este jueves gracias al
aporte del kirchnerismo que en este mecanismo de construcción simbólica, fue el
predecesor ideologizado, más político y menos profesional del macrismo.
Es tan ingenuo ignorar la búsqueda de un marco de
desestabilización de algunos dirigentes kirchneristas acorralados por la
justicia, como cínico pretender sepultar cualquier expresión de crítica o
disconformidad con las medidas del gobierno, mandándola al extremo para que sea
carne de trolls.
El amplio despliegue de cuatro fuerzas federales que
militarizaron el Congreso, ofreció el marco perfecto para que ambos polos
desplegaran su relato: orden o caos, represión o golpe, ajuste o justicia
social. El problema es que esta lógica construye una conversación pública muy
disfuncional, que escala al extremo de comparar a Macri con la Dictadura y del
otro lado, encuentra a destacados líderes de opinión pidiendo la prisión de
opositores.
Lo que se extravía en el camino es todo aquello que Macri y
su gabinete dice admirar: Un gobierno templado, abierto, moderno y democrático,
que entiende que es tan importante garantizar el orden público como evitar los
desbordes represivos de las fuerzas de seguridad.
Se puede rastrear en los orígenes porteños del macrismo, en
la represión por el desalojo del Borda y la fallida UCEP que buscaba recuperar
los espacios públicos intrusados, un ADN de apelación a intervenciones fuertes
de la policía. Aquellas experiencias no terminaron bien.
La idea de la imposibilidad de concretar un ajuste sin un
mando policial enérgico que se maneje un poco más allá del borde, sugiere
cierta pereza o ausencia de músculo político para conducir el conflicto social
que genera un proceso de reacomodo macroeconómico. Más sencillo: el fin no
justifica los medios. Hay límites que a los argentinos ya les costó demasiado
caro reconocer.
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