Por Carlos Ares (*) |
“No me importa lo que digan/ esos putos periodistas...”
cantaban en el vestuario los jugadores de la Selección, indignados con “los que
opinan según el resultado y dicen barbaridades”. El conflicto se había iniciado
meses antes, cuando el desbocado relator de Radio Mitre Gabriel Anello reveló
un mensaje de WhatsApp según el cual Lavezzi “habría” fumado un porro en la
concentración. Otros conductores de programas hicieron aperturas editoriales
para pedir a Messi y “sus amigos” que “no vengan nunca más”.
El formato, de bajo costo, con “periodistas” fanáticos de
clubes, de partidos o de dirigentes políticos, que se prestan a difundir
chismes o rumores sin contrastar con otras fuentes estimula el grito y la furia
como sucedáneos de los datos, los argumentos y las ideas. La provocación, el
escándalo siempre fugaz, se retroalimenta en las redes sociales, donde parte de
la audiencia descarga allí sus propios sentimientos. Al final del día, hechos y
personas se amasan en barro y miserias.
El periodismo, considerado alguna vez en términos de
“confianza” a la par de la Justicia, sufre las consecuencias de relaciones que
se fueron prostituyendo, por ambición o por necesidad, entre el poder político,
el económico y las empresas responsables de los medios. La muerte del fiscal
Nisman, la más reciente de Santiago Maldonado, son casos emblemáticos de
manipulación de la información.
El descaro de los “periodistas que operan para algo o para
alguien” abruma a la mayoría de profesionales honrados, alcanzados por el mismo
desprestigio, y obliga a revisar las razones por las que se elige y ejerce esta
profesión. ¿Para qué? ¿A quién debe servir? La crisis económica que atraviesan
los pequeños y medianos editores agrava la situación. Las ventas de los
periódicos en papel se derrumban. Sus versiones digitales no recaudan como para
pagar salarios dignos. Los periodistas quedan así demasiado expuestos a la
búsqueda de otros “recursos” que ponen en riesgo su credibilidad.
Si estamos de acuerdo en que la libertad de expresión y el
derecho a la información se ejercen en nombre de los ciudadanos y es una tarea
de máxima responsabilidad, sometida a la ley y a los juicios éticos y morales,
seguramente coincidiremos en que sin periodistas y sin medios independientes
que los respalden no hay Estado de derecho ni democracia plena. El periodismo
trata de hacer visible todo lo que los poderes quieren ocultar, da voz a
quienes no la tienen en la necesaria conversación social, promueve acciones,
eventos, artistas, orienta, informa.
Cabe entonces pensar lo siguiente: si el Estado sostiene el
Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales, el Instituto Nacional de Teatro,
el Fondo Nacional de las Artes, la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares y
otros organismos similares, concede créditos, ofrece becas, préstamos y
subsidia salas y autores, ¿por qué no pensar en un instituto nacional de
periodismo que sustraiga del control de los gobiernos de turno a los medios
públicos –TV, radio, agencia de noticias– y apoye a los periodistas y grupos de
trabajo cooperativo que quieren desarrollar proyectos de investigación?
Un instituto autárquico que se financie con la pauta
publicitaria oficial, la recaudación de impuestos a los que intermedian y
“usan” el trabajo de los periodistas sin pagar derechos, y la venta de
publicidad y servicios propios: noticias, encuestas, informes especiales, etc.
Un consejo de administración formado por representantes del Ejecutivo, el Congreso
y periodistas de incontestable trayectoria, con plazos cortos de mandato,
podría controlar la gestión y la asignación equilibrada de los fondos.
Si es posible hacer cine y teatro independiente y escribir
libros en libertad con apoyo del Estado, ¿por qué no alentar el periodismo de
calidad indispensable para una opinión pública mejor informada? Al cabo, la
crónica periodística es, o debiera ser, la mejor foto posible de lo que sucede,
la descripción precisa de la escena, de los hechos y de los personajes, la
primera y más fiel versión de la historia.
(*) Periodista
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