Por Jorge Fernández Díaz |
En los remotos años sesenta, un matón de colegio que nos hacía bullying
se me vino encima para trompearme; tuvo a bien tropezar y romperse la boca.
Durante dos semanas, lleno de angustias, traté de convencerlos a todos de que
era inocente, aunque con vanos resultados; la mayoría no me creía y se fue
instalando la insólita idea de que yo pegaba fuerte y era cruel. En la tercera
semana descubrí que no debía confirmar ni refutar la creencia general, puesto
que ya era inútil y, además, mi reputación mejoraba día a día: ahora era
tratado con sumo respeto y me invitaban a todas las fiestas.
Como con muchos
otros sucesos de la vida doméstica, esta pedagogía temprana enseña algunas
cosas sobre la política. El Gobierno es acusado de perseguir con los jueces
federales a los miembros más conspicuos de la "década ganada", que
para evitar la verdad desnuda (los importuna de manera insolente el Código Penal)
intentan crear la sensación de que Macri repite el mismo modus operandi de
los gabinetes peronistas: gobernar desde las sombras Comodoro Py y lastimar con
los expedientes a los opositores. Hoy puede haber comedidos de ida y vuelta, e
incluso algunos enjuagues de cloaca que deberían ser vigilados, pero lo cierto
es que Cambiemos renunció a los oscuros hábitos orquestales del menemismo y de
los kirchneristas, y que apenas entrega información cuando se la requieren (los
anteriores la retenían) y presenta denuncias nuevas cuando descubre
irregularidades. Al principio intentó negar esa acusación infame, pero con el
correr de los meses descubrió con asombro que en esta sociedad salvaje el
malentendido no lo perjudicaba. Primero, porque ante sus antagonistas aparecía fuerte
y temible, virtud que calma los nervios y baja los humos. En segundo lugar,
porque la demanda de transparencia es colosal; en las encuestas algunos
ciudadanos, sin conciencia de la división de poderes, declaran indignados:
"Me banco apretarme el cinturón, pero que al menos Macri ponga en cana a
los que se robaron todo". Sin un proyecto claro, entrampado en su
republicanismo y desplegando una no política judicial, Cambiemos deja que los
jueces se autorregulen y contempla, no sin preocupación, el espectáculo. Que en
realidad es una remake de lo que aconteció cuando el menemismo declinó y
perdió la manija. Mientras los presidentes peronistas están en auge, sucede lo
que en El libro negro de la justicia el periodista Tato Young denomina
"La Gran Simulación", que consiste en ralentizar trámites, solicitar
morosas pruebas, ordenar largos informes periciales, citar con parsimonia a
testigos o incluso procesar a sospechosos, pero casi siempre sin llegar a
condenas firmes. Ciertos jueces son finos analistas políticos, expertos en
estirar el tiempo y genios gastronómicos: un día te meten en el freezer y al
otro te sacan y te cocinan vivo en el microondas. Las tortugas vuelan, la lenta
película iraní se transforma en La Guerra de las Galaxias, y sus
señorías lanzan polémicas preventivas a mansalva y son ovacionados por la plebe
en los restaurantes.
El proceso completo es una rueda. La administración justicialista
(neoliberal o populista de izquierda) recauda para la corona o para el proyecto
o para el bolsillo de algún mandarín. El periodismo lo denuncia. Los jueces se
ven obligados a abrir una causa. El gobierno desacredita a la prensa. La
sociedad duda y se espanta, y con el tiempo va asimilando el horror de los
hechos y formándose una certeza. El oficialismo pierde popularidad y finalmente
se retira. Para entonces el pueblo ya está convencido de su culpabilidad y muy
impaciente por que los impunes paguen. Los jueces que protegían pasan a
protegerse a sí mismos, aprietan el acelerador, y el coche que no arrancaba, a veces
sale atropellando. Los periodistas son reivindicados. La gente siente alivio. Y
los antiguos funcionarios, contra las rejas, denuncian que son "presos
políticos". Cuando en realidad son políticos que están presos.
No hay organicidad en la justicia federal; ninguno de los actores toma
agua bendita pero no son todos iguales, y esta dinámica tampoco significa que
sus indagaciones no estén bien sustanciadas. Ciertos magistrados fueron incluso
capaces de romper valientemente su letargo aun mientras Cristina Kirchner
gozaba de su esplendor: esa osadía fue castigada con el proyecto de
"democratización de la Justicia", que pretendía llevarse por delante
a los indóciles y llenar de logias militantes los juzgados. Pero es verdad que
en los actuales interregnos históricos algunos jueces remolones y muy
cuestionados despiertan de su sugestiva siesta y se consiguen como armadura
personal el cadáver político de un corrupto. Actúan en defensa propia:
encarcelan a Al Capone para limpiar la imagen de Lucky Luciano. El Gobierno
levantó el cepo judicial, y esto parece Puerta 12. Cuando el kirchnerismo se
queja de persecución es como si le estuviera reclamando implícitamente a Macri
que intervenga para detener la carnicería. Y Macri no quiere ni debe
intervenir; tampoco debería postergar tanto el debate de una reforma integral
de la Justicia, asignatura pendiente de toda la dirigencia.
En la mesa chica de Balcarce 50 sienten que algunos jueces tratan de
complacerlos, buscando que les deban favores, y están atentos a que no agreguen
barbarismos a la barbarie, pero no parece haber todavía un plan oficial, salvo
el concepto estratégico de transmitir ejemplaridad pública y buscar una
solución sistémica, donde los magistrados se ordenen a sí mismos o se vayan
retirando. Acción un tanto voluntarista, aunque idéntica a la que se aplica en
las organizaciones privadas, donde las mutaciones se imponen por contexto y de
arriba hacia abajo. No se sabe si la metodología corporativa funcionará con
esta maquiavélica corporación, y si el gen peronista de Pro (esas
"picardías" que le preocupan a la cientista política Ana María
Mustapic) no meterá la cola con el transcurrir de su pragmática gobernanza.
La Argentina ha iniciado un viaje hacia el sentido común, después de
tantas "anomalías". Y algunos jueces parecen haber perdido su sentido
de la realidad. Ya no se trata aquí de los federales, sino de los adoradores y
adoratrices de Zaffaroni. Muchos de estos letrados se mueven bajo la filosofía
de que los más terribles homicidas son víctimas de una sociedad terrible, y que
en consecuencia no deberían sumar injusticia a esa situación injusta. Es por
eso que la sanción se ha relativizado. Con frecuencia, cuando una pena se
agota, el reo es liberado sin que evalúen su peligrosidad, algo que ocurre en
naciones más desarrolladas. Para esos jueces, no importa mucho lo que el
delincuente hizo, sino que no lo vuelva a hacer. Es una buena teoría, salvo por
un detalle: cualquiera sabe que la reincidencia, bajo las actuales
circunstancias, es casi automática y con violencia redoblada. Cuando el
kirchnerismo tuvo el poder no mejoró las prisiones: refiere Gargarella que el
60% de los detenidos lo está sin condena previa, que el 70% de los reclusos
admite ser reincidente, que en las cárceles se vive bajo la sombra de la muerte
y la tortura, y que la sociedad es presa de irresponsables jueces
"progresistas" que socavan en lugar de honrar las garantías y de
jueces demagógicos que practican las antípodas aun conociendo la realidad
penitenciaria. La cárcel sigue siendo una siniestra fábrica de asesinos y la
facultad, una usina caudalosa de indulgentes. Otra combinación explosiva que la
Justicia no sabe, no quiere o no puede desactivar.
© La Nación
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