domingo, 12 de noviembre de 2017

Una Justicia que olvida el sentido común

Por Jorge Fernández Díaz
En los remotos años sesenta, un matón de colegio que nos hacía bullying se me vino encima para trompearme; tuvo a bien tropezar y romperse la boca. Durante dos semanas, lleno de angustias, traté de convencerlos a todos de que era inocente, aunque con vanos resultados; la mayoría no me creía y se fue instalando la insólita idea de que yo pegaba fuerte y era cruel. En la tercera semana descubrí que no debía confirmar ni refutar la creencia general, puesto que ya era inútil y, además, mi reputación mejoraba día a día: ahora era tratado con sumo respeto y me invitaban a todas las fiestas.

Como con muchos otros sucesos de la vida doméstica, esta pedagogía temprana enseña algunas cosas sobre la política. El Gobierno es acusado de perseguir con los jueces federales a los miembros más conspicuos de la "década ganada", que para evitar la verdad desnuda (los importuna de manera insolente el Código Penal) intentan crear la sensación de que Macri repite el mismo modus operandi de los gabinetes peronistas: gobernar desde las sombras Comodoro Py y lastimar con los expedientes a los opositores. Hoy puede haber comedidos de ida y vuelta, e incluso algunos enjuagues de cloaca que deberían ser vigilados, pero lo cierto es que Cambiemos renunció a los oscuros hábitos orquestales del menemismo y de los kirchneristas, y que apenas entrega información cuando se la requieren (los anteriores la retenían) y presenta denuncias nuevas cuando descubre irregularidades. Al principio intentó negar esa acusación infame, pero con el correr de los meses descubrió con asombro que en esta sociedad salvaje el malentendido no lo perjudicaba. Primero, porque ante sus antagonistas aparecía fuerte y temible, virtud que calma los nervios y baja los humos. En segundo lugar, porque la demanda de transparencia es colosal; en las encuestas algunos ciudadanos, sin conciencia de la división de poderes, declaran indignados: "Me banco apretarme el cinturón, pero que al menos Macri ponga en cana a los que se robaron todo". Sin un proyecto claro, entrampado en su republicanismo y desplegando una no política judicial, Cambiemos deja que los jueces se autorregulen y contempla, no sin preocupación, el espectáculo. Que en realidad es una remake de lo que aconteció cuando el menemismo declinó y perdió la manija. Mientras los presidentes peronistas están en auge, sucede lo que en El libro negro de la justicia el periodista Tato Young denomina "La Gran Simulación", que consiste en ralentizar trámites, solicitar morosas pruebas, ordenar largos informes periciales, citar con parsimonia a testigos o incluso procesar a sospechosos, pero casi siempre sin llegar a condenas firmes. Ciertos jueces son finos analistas políticos, expertos en estirar el tiempo y genios gastronómicos: un día te meten en el freezer y al otro te sacan y te cocinan vivo en el microondas. Las tortugas vuelan, la lenta película iraní se transforma en La Guerra de las Galaxias, y sus señorías lanzan polémicas preventivas a mansalva y son ovacionados por la plebe en los restaurantes.

El proceso completo es una rueda. La administración justicialista (neoliberal o populista de izquierda) recauda para la corona o para el proyecto o para el bolsillo de algún mandarín. El periodismo lo denuncia. Los jueces se ven obligados a abrir una causa. El gobierno desacredita a la prensa. La sociedad duda y se espanta, y con el tiempo va asimilando el horror de los hechos y formándose una certeza. El oficialismo pierde popularidad y finalmente se retira. Para entonces el pueblo ya está convencido de su culpabilidad y muy impaciente por que los impunes paguen. Los jueces que protegían pasan a protegerse a sí mismos, aprietan el acelerador, y el coche que no arrancaba, a veces sale atropellando. Los periodistas son reivindicados. La gente siente alivio. Y los antiguos funcionarios, contra las rejas, denuncian que son "presos políticos". Cuando en realidad son políticos que están presos.

No hay organicidad en la justicia federal; ninguno de los actores toma agua bendita pero no son todos iguales, y esta dinámica tampoco significa que sus indagaciones no estén bien sustanciadas. Ciertos magistrados fueron incluso capaces de romper valientemente su letargo aun mientras Cristina Kirchner gozaba de su esplendor: esa osadía fue castigada con el proyecto de "democratización de la Justicia", que pretendía llevarse por delante a los indóciles y llenar de logias militantes los juzgados. Pero es verdad que en los actuales interregnos históricos algunos jueces remolones y muy cuestionados despiertan de su sugestiva siesta y se consiguen como armadura personal el cadáver político de un corrupto. Actúan en defensa propia: encarcelan a Al Capone para limpiar la imagen de Lucky Luciano. El Gobierno levantó el cepo judicial, y esto parece Puerta 12. Cuando el kirchnerismo se queja de persecución es como si le estuviera reclamando implícitamente a Macri que intervenga para detener la carnicería. Y Macri no quiere ni debe intervenir; tampoco debería postergar tanto el debate de una reforma integral de la Justicia, asignatura pendiente de toda la dirigencia.

En la mesa chica de Balcarce 50 sienten que algunos jueces tratan de complacerlos, buscando que les deban favores, y están atentos a que no agreguen barbarismos a la barbarie, pero no parece haber todavía un plan oficial, salvo el concepto estratégico de transmitir ejemplaridad pública y buscar una solución sistémica, donde los magistrados se ordenen a sí mismos o se vayan retirando. Acción un tanto voluntarista, aunque idéntica a la que se aplica en las organizaciones privadas, donde las mutaciones se imponen por contexto y de arriba hacia abajo. No se sabe si la metodología corporativa funcionará con esta maquiavélica corporación, y si el gen peronista de Pro (esas "picardías" que le preocupan a la cientista política Ana María Mustapic) no meterá la cola con el transcurrir de su pragmática gobernanza.

La Argentina ha iniciado un viaje hacia el sentido común, después de tantas "anomalías". Y algunos jueces parecen haber perdido su sentido de la realidad. Ya no se trata aquí de los federales, sino de los adoradores y adoratrices de Zaffaroni. Muchos de estos letrados se mueven bajo la filosofía de que los más terribles homicidas son víctimas de una sociedad terrible, y que en consecuencia no deberían sumar injusticia a esa situación injusta. Es por eso que la sanción se ha relativizado. Con frecuencia, cuando una pena se agota, el reo es liberado sin que evalúen su peligrosidad, algo que ocurre en naciones más desarrolladas. Para esos jueces, no importa mucho lo que el delincuente hizo, sino que no lo vuelva a hacer. Es una buena teoría, salvo por un detalle: cualquiera sabe que la reincidencia, bajo las actuales circunstancias, es casi automática y con violencia redoblada. Cuando el kirchnerismo tuvo el poder no mejoró las prisiones: refiere Gargarella que el 60% de los detenidos lo está sin condena previa, que el 70% de los reclusos admite ser reincidente, que en las cárceles se vive bajo la sombra de la muerte y la tortura, y que la sociedad es presa de irresponsables jueces "progresistas" que socavan en lugar de honrar las garantías y de jueces demagógicos que practican las antípodas aun conociendo la realidad penitenciaria. La cárcel sigue siendo una siniestra fábrica de asesinos y la facultad, una usina caudalosa de indulgentes. Otra combinación explosiva que la Justicia no sabe, no quiere o no puede desactivar.

© La Nación

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