Por Pablo Mendelevich |
Durante mucho tiempo, a los golpes de Estado se los llamó
revoluciones. La mitad de los seis gobiernos militares del siglo XX incluso
adoptaron el término como marca: la Revolución del 43, la Revolución
Libertadora, la Revolución Argentina. Eso hacían -claro que con el concurso de
sectores civiles- los militares argentinos: revoluciones. Entre una y otra
tutelaban a los gobiernos surgidos de las urnas, que arrancaban con
proscripciones impuestas y el poder recortado.
Hasta no hace tantos años, las
dictaduras no eran una anomalía, sino una cuestión naturalizada. Había un
péndulo integrado al paisaje histórico. Los militares venían cada tanto a poner
orden, como solía decirse, por lo menos al principio. Lo primero que hacían era
clausurar el Congreso. De allí desciende, también, aquella idea dislocada de
que la ley y el orden son cosas incompatibles, curiosidad criolla.
"No nos anima ni nos mueve ningún interés político, no
hemos contraído compromisos con partidos o tendencias", aseguraba la
proclama del primer derrocamiento que produjo el Ejército. Era el parto de la
dictadura fascista del general José Félix Uriburu. "Estamos por lo tanto
colocados -explicaban con candor memorable el 6 de septiembre de 1930- en un
plano superior".
Es erróneo entrever un prejuicio antimilitar en la
observación de que la misión primordial de las Fuerzas Armadas durante el siglo
XX no consistió en defender el territorio nacional, en cuidar a la nación de
posibles enemigos externos, sino en erigirse en reserva moral para salvar al país
de las persistentes miserias civiles, en identificar, eventualmente construir y
combatir enemigos internos. Los militares se creyeron durante décadas "en
un plano superior". Una parte importante de la sociedad, la que hoy
consume cremas antiarrugas, vivió ajustada a semejante sacralización.
Pero en 1976 el "Proceso" produjo desaguisados
catastróficos. Que son bien conocidos: reprimió de manera ilegal, perversa y
sanguinaria al terrorismo peronista y marxista y luego de soportar que el
Vaticano le desmontase el impulso de ir a una guerra absurda con Chile, decidió
celebrar -el verbo justo es improvisar- una guerra de impacto planetario contra
dos de las potencias más poderosas del mundo (sin percatarse, siquiera, de que
detrás del Reino Unido estaba Estados Unidos).
Tan mal hicieron las cosas en el poder las Fuerzas Armadas,
tan trágico, grotesco, fallido y frustrante fue el desarrollo de las misiones
mayúsculas que se arrogó (en el caso de la lucha "antisubversiva" con
el auspicio iniciático del gobierno peronista al que luego derrocarían), que su
derrota multifrontal, tremendamente onerosa y trágica, fue lo que en verdad
habilitó en diciembre de 1983, por default, el advenimiento de la democracia.
Cierta tendencia a las simplificaciones maniqueas creó una
fantasía de tipo hidráulico, la de que el repliegue militar garantizaría para
siempre la estabilidad institucional. En muchos círculos se pensaba que los
militares eran los únicos responsables de todas las flaquezas de la institucionalidad.
La caída de De la Rúa, sin participación castrense alguna, se ocupó de
desmentirlo. Fue la época del "que se vayan todos".
Después de los levantamientos carapintadas que Menem liquidó
con mano firme en diciembre de 1990, los militares ya no volvieron a participar
de salvamentos ni de insurrecciones. Ni tampoco, podría decirse, de ninguna
otra cosa trascendente. Menem tomó dos medidas más: intentó ponerle llave al
pasado a través de los indultos y les quitó protagonismo a las Fuerzas Armadas
por vía de la asfixia presupuestaria. En la primera fracasó, porque después
vino otro presidente peronista que hizo todo lo contrario. En la segunda tuvo
éxito, aunque la pregunta a la que le encontró respuesta no fue cómo darles a
las Fuerzas Armadas una misión de largo plazo que justificase su existencia,
sino cómo sacarlas del juego político.
Los militares perdieron la capacidad de asignarse a sí
mismos un papel mesiánico. Una buena noticia que disimuló la mala: la política
no supo sustituir la misión patriótica "superior", tutelar, por otra
de carácter profesional de largo plazo. No las modernizó ni diseñó un plan para
hacerlo (eso sí, en el Ministerio de Defensa trabajaban al comienzo de la
democracia menos de 500 personas, y hoy son el triple). Tampoco preparó su
extinción. Al no hallarles un sentido, las arrumbó.
¿Por qué pasó eso? Antes que nada, porque los sucesivos
gobiernos de la democracia fueron ineficaces para resolver en forma cohesionada
y concluyente el trauma de las violaciones de los derechos humanos cometidas
por personal militar durante la represión ilegal. La idea de fijar una política
de defensa quedó sepultada bajo las secuelas ruidosas pero mal tramitadas del
pasado.
Darles una misión a los militares hubiera obligado, entre
otras cosas, a subirles el presupuesto. Y los aumentos presupuestarios para la
defensa, como lo analiza Rosendo Fraga, siempre necesitan ser explicados. Pero
aquí se trataría de una explicación de difícil encastre con las necesidades
electorales bienales de los políticos.
Vistos su reescritura banal y distorsiva de los años 70 y el
desprecio visceral hacia los uniformados, los años del kirchnerismo agravaron
las cosas. El presupuesto militar siguió en baja y los sucesivos ministros
mostraron poco interés por formular una política de defensa consistente. Sólo
el general César Milani, hoy preso, cuando contra viento y marea fue incrustado
por Cristina Kirchner al frente del Ejército, balbuceó un alineamiento con el
"proyecto nacional". Ni siquiera hubo tal cosa (dicho esto sin atribuirle
mérito a la idea de que los militares se dediquen a hacer trabajo social
asociados con militantes de La Cámpora). Sólo se trató de un ascenso al jefe de
la inteligencia militar (ahí sí hubo refuerzos presupuestarios) para reemplazar
a la desmadrada inteligencia civil. Ese mismo kirchnerismo hoy se escandaliza
cuando se discute si las Fuerzas Armadas no deberían tener intervención
específica en determinados aspectos de la seguridad interior, lo que exigiría
un sinceramiento y, desde luego, un cambio de la legislación, que es del
amanecer democrático, anterior a la caída del Muro de Berlín.
Algunos especialistas en temas militares advierten que
conservamos Fuerzas Armadas empobrecidas, en vías de desguace, formateadas
durante la Guerra Fría (el Ejército tiene hoy casi la misma cantidad de
generales que cuando terminó la dictadura) y cuya ínfima inversión en
equipamiento suele determinar las misiones. Debería ser al revés: antes de
salir de compras primero habría que saber cuál es el trabajo.
"¿Yo qué haría? Les daría la misión de recuperar el
control territorial dentro de las leyes vigentes", dice Horacio Jaunarena.
Quien ostenta el récord de haber sido ministro de Defensa de un presidente
radical (Alfonsín) y de uno peronista (Duhalde) se refiere al control de los
espacios aéreo, marítimo y terrestre, hoy muy deficitarios. El primero está
relacionado sobre todo con el narcotráfico y el segundo, con la pesca en el Mar
Argentino. En la reestructuración militar que el presidente Macri tiene en
mente la forma de plantear estos temas será fundamental: una cosa es definir la
misión militar en función de la agresión recibida y otra es hacerlo por
materias, por ejemplo, narcotráfico. Dentro del Gobierno no hay una sola
opinión. Macri respada al ministro Oscar Aguad, pero quien supervisa el área de
Defensa es el vicejefe de Gabinete Gustavo Lopetegui.
La discusión que viene no se refiere a si se debe o no
controlar el territorio nacional sino a determinar los límites para que las
Fuerzas Armadas lo hagan dentro del actual marco legal y a la intervención
militar en la lucha antiterrorista. Eso en cuanto a lo conceptual, pero los
propios militares tal vez estén más preocupados por el reordenamiento interno
de las fuerzas, lo que involucra racionalizar áreas duplicadas y hasta
triplicadas. ¿Qué parte de las decisiones será del Poder Ejecutivo y cuál irá
en busca de acuerdos? No sería sencillo un consenso para una política de
defensa con respaldo multipartidario, para lo cual ya hay un sector opositor
bien posicionado. A la Comisión de Defensa de la Cámara de Diputados la preside
Nilda Garré.
© La Nación
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