Por Arturo Pérez-Reverte |
He vuelto a Tánger tras las huellas de Eva, la
agente soviética, y de Lorenzo Falcó, el desalmado y elegante espía franquista.
Estuve allí unos días, recordando, y al hacerlo regresé a 1937. Bajé desde la
habitación 108 del hotel Continental por la calle Dar Baroud para comer en el
pequeño restaurante Rif, y paseé luego entre los puestos del mercado, me senté
en el Zoco Chico ante los cafés Central y Fuentes, donde hace ochenta años se
enfrentaban españoles nacionales y republicanos, y anduve de noche, despacio y
alerta, por las calles estrechas de la ciudad vieja, escuchando el eco de mis
pasos en los recodos, subiendo hacia la casa de Moira Nikolaos en busca de una
copa de absenta y un cigarrillo de haschís, y tal vez de una entrevista
clandestina con el capitán de un mercante cargado con oro de la República.
Atento, en cada recodo o rincón, a esquivar una cuchillada en el vientre, o un
balazo. El mundo, me susurraba Falcó al oído a cada momento, es un lugar
peligroso. Así que ándate con ojo, compañero. Y yo lo oía reír quedo y cruel, a
mi lado, en la oscuridad.
Es curioso esto de leer y escribir cosas. Desde
hace treinta años, desde que cuento historias, me resulta imposible regresar a
una ciudad donde transcurra una novela sin proyectarla a mi alrededor. Es
cierto que eso ya me ocurría antes, como lector. Nadie que lea libros, o al
menos nadie entre la clase de lector que algunos somos, puede ver París, Roma u
Oviedo, por citar tres lugares al azar, como los ve quien nunca anduvo de
conversación con Hemingway, Stendhal o Clarín. Los libros que llevas encima
amueblan el mundo y obran el milagro de difuminar el presente e inyectar las
páginas leídas en cada escenario. Ése es, creo, el resultado más feliz de la
lectura: permite advertir cosas que quienes no leen no pueden ver. Hace posible
una realidad paralela que llega a superponerse a la auténtica, o a combinarse
con ella, logrando que a veces puedas recordar más a la luz de lo leído que de
lo vivido. Conseguir que París era una fiesta, Paseos por
Roma o La Regenta alcancen más realidad en tu
imaginación y tu memoria que una fotografía o una simple mirada. Lo que, en el
mundo que nos espera o que estamos teniendo ya, no deja de ser un
extraordinario privilegio.
Pero si eso ocurre con los libros leídos, calculen
con los escritos. Cada novelista tiene su método, e imagino que no habrá dos
iguales. El mío es vivir durante el tiempo en que tardo en escribir cada
historia, que va de uno a dos años, sumergido en el mundo que narro. Y lo hago
rodeado de objetos relacionados con ello, fundamentalmente lecturas. De cada
diez libros que leo, seis o siete suelen estar relacionados con la novela en
curso; incluso los que en apariencia nada tienen que ver, pero que ayudan a
crear un estado de ánimo favorable a la escritura. Libros que estimulan, dan
ganas de trabajar y disparan mecanismos interesantes. A eso hay que añadir
innumerables planos, revistas, fotografías, películas, viajes a los lugares y
largos paseos con cuadernos de notas y la mirada atenta de cazador voraz. Y así
es posible la grata sensación de caminar por las ciudades de mis novelas
borrando a los turistas, y los automóviles, y todo cuanto esté de más, o no sea
útil para lo que se desarrolla en mi cabeza. Ver el mundo no como es en realidad, sino como en
mis novelas yo quiero, o pretendo, o necesito, que sea.
Por eso me es imposible regresar a ciertos lugares
sin verlos a través de las novelas que escribí. Ya no puedo caminar por Tánger,
como digo, sin la compañía de Eva y Falcó; ni sentarme en un café de París sin
ver en la mesa contigua a Lucas Corso e Irene Adler; ni pasear por Culiacán sin
toparme con Teresa Mendoza cambiando dólares en la calle Juárez; ni entrar en
el Negresco de Niza sin cruzarme con el bailarín y estafador Max Costa; ni ver
una torre costera mediterránea sin imaginar dentro a un pintor de batallas; ni
caminar por Cádiz sin esperar de un momento a otro el estallido de una bomba
francesa, en cuyo lugar de impacto el comisario Tizón hallará el cadáver de una
mujer asesinada. Todo ese mundo me escolta, palpita alrededor, se sienta a mi
mesa, conversa conmigo, puebla los lugares que revisito. Me acompañará siempre
mientras tenga memoria y tenga vida. Y no imaginan ustedes la asombrosa
felicidad que produce escuchar en el café Procope la risa amarga del abate
Bringas, oír en la calle Bordadores el tintineo de los floretes de don Jaime
Astarloa o arrodillarte a besar la carne cálida y húmeda de Olvido Ferrara
mientras afuera, en Venecia, cae despacio la nieve sobre las góndolas negras.
© XL
Semanal
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