Por Fernando Savater |
Juan Ramón Jiménez
pidió a la intelijencia (con jota, como prefería) el nombre exacto de las
cosas. En efecto, es malo ignorarlos o utilizar muy convencidos la voz
equivocada. A veces el error es risible (como llamar “hacer el amor” a follar)
pero otras puede resultar peligroso, letal. Por triste ejemplo, creer que pueblo es la mejor denominación para el cuerpo
político activo en una democracia.
Porque esa palabra parece exigir una
homogeneidad entre los miembros del colectivo, una identidad moral y quizá
étnica que los determina y a la vez excluye a quienes no deben pretender
mezclarse con ellos. El pueblo es un nosotros que
equivale siempre y primordialmente a un “no-a-otros”. Invocar al pueblo,
conjurarlo en la noche de Walpurgis del nacionalismo, proclamar su
infalibilidad y a la vez su pureza frecuentemente traicionada, es utilizarlo
como un biombo tras el cual arrinconar bien tapaditos a los ciudadanos, cada
cual dueño de la gestión de sí mismo y no obligado a parecerse por decreto a
los demás. Por detrás del biombo (chino, preferentemente, como las urnas
catalanas), asoma de vez en cuando irreverente la testa despeinada y sudorosa
de algún ciudadano: un enemigo del pueblo, quién se atrevería a dudarlo... La
solución ya la dio hace tiempo la Reina de Corazones de Lewis Carroll: “¡Qué le
corten la cabeza!”.
Desde luego, llamar
pueblo al conjunto de los ciudadanos no es pecado, como tampoco denominar
“corcel” a un caballo: son licencias poéticas o sea dudosa retórica. Pero
resulta engañoso creer que el corcel es más que un caballo o el pueblo más que
los ciudadanos. El caballo no se quejará, es muy sufrido, pero el ciudadano
puntilloso está en su derecho de decir: “Oiga, pueblo lo será usted”.
© El País (España)
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