Por Jorge Fernández Díaz |
Macri lanzó una mirada azul e irónica sobre aquel cacique
sindical, y todos esperaron entonces que profiriera una de esas chanzas
mordaces con que habitualmente aguijonea a sus rivales futbolísticos. Pero esta
vez no se trataba de fútbol: "De acuerdo, no vamos a impulsar una reforma
laboral tan dura como la brasileña -le dijo, ante los ojos atentos de todos-.
Pero si los inversores prefieren a Brasil y no a la Argentina, la culpa la vas
a tener vos y vamos a estar obligados a sentarnos otra vez y a discutir cómo
miércoles generamos laburo".
Ese día comenzó a definirse el futuro acuerdo
gremial; los caciques se sentían aliviados. La pregunta, sin embargo, sigue
siendo pertinente: ¿cuál de esas dos partes en pugna era más progresista?
Pongamos un contexto: este modesto dilema ideológico se plantea en un país
estancado que quiere ingresar mágicamente en la era global de la
posindustrialización, la ultratecnología y la sociedad del conocimiento, pero
sin renunciar a las reglas modélicas de los tiempos del Duce. Como si un
paisano pretendiera entrar en la era espacial con un jeep de rezago de la
Guerra Civil Española. En un mundo donde el trabajo está amenazado, progresista
no es quien defiende el statu quo, sino quien lo rompe para crear empleo. Me
refiero a empleo justo, legal y sustentable, y no a tareas negras ni negreras,
ni al facilismo de la aspiradora pública, que luego la Nación no puede
financiar.
El asunto se conecta secretamente con otras voces, otros
ámbitos. Narra un amigo que debe manejarse en puntas de pie para no agitar la
grieta cada vez que se reúne con familiares queridos en el conurbano. Hace dos
domingos se sorprendió al descubrir que esa eterna calle de tierra estaba
asfaltada, y no pudo con su genio: "Veo que por primera vez tus impuestos
rinden frutos". El hermano kirchnerista miró por la ventana y le
respondió: "El intendente es del palo". Pero lleva años y años de
gestión: ¿justo ahora te asfaltan la calle?, pensó retrucarle; se mordió los
labios: al kirchnerista lo asiste el derecho inalienable de la realidad
paralela, y si acaso existe un milagro se debe a la benevolencia de algún
"compañero", nunca a una acción pactada con la gobernación o con
Balcarce 50. A esto se une el desprecio que el progre urbano siente por la
infraestructura y los créditos hipotecarios, que como todo el mundo sabe son
martingalas de la derecha. "Bueno, estoy con el kirchnerismo porque quiero
votar con los pobres", dicen acorralados en mi barrio. No obstante, los
estudios del voto demuestran que millones de "descamisados" les
pusieron la boleta a otros partidos, tal vez porque al proletariado verdadero
sí le interesan esas cloacas que menosprecian los tilingos de Peronismo
Hollywood. "No importa, me mantengo en esa posición porque siempre fui
antiimperialista", aducen los simpatizantes del "socialismo
nacional" mirando hacia Washington. Parecen no haberse anoticiado de que
por primera vez en los últimos quinientos años el gran poder abandona el peñón
occidental para establecerse en Oriente. Y que el exangüe "socialismo del
siglo XXI" no ha hecho más que cambiar de patrón: olvidando la consigna
"liberación o dependencia", el chavismo ahora depende descarada y
desesperadamente de la Rusia imperial de Putin y del Partido Comunista Chino.
El ombliguismo argento no registra este contradictorio y dramático reseteo de
la mundialización. "En la región, todavía no sabemos cómo hablar de
China", se angustia Ricardo Lagos. Quienes siguen hablando hoy en día de
"coloniaje" en relación con la Casa Blanca suenan más viejos que la
revolución sandinista. Proteccionismo y apertura no son ya remedios absolutos,
sino matizados, híbridos y mutantes. El sociólogo alemán Ulrich Beck asegura
que el pasado se caracterizaba por la férrea dialéctica de "esto o
aquello", y que el presente se singulariza por amalgamar y combinar ideas
polarizadas y contradictorias. La nueva lógica es "esto y aquello",
según cuándo y cómo conviene. No está garantizado, por supuesto, que Cambiemos
lea bien estos nuevos vientos de la historia universal; mucho menos que consiga
subirnos al tren y no descarrile, pero está probado al menos que el populismo
nos lleva al atraso y que las supercherías progres se han vuelto retro. Macri
debería entender, al mismo tiempo, que ningún gran país se hizo grande sin una
pizca de nacionalismo sano y sin una saludable propensión a la igualdad social.
El gen progresista es aquí transversal y reconoce al menos
tres formatos. A un lado y a otro de la fractura exacerbada por los discípulos
de Laclau, hay gente de "centroizquierda" en el cristinismo y también
en Cambiemos, donde históricos alfonsinistas y socialdemócratas modernos y sin
partido acompañan su entente. Pero también hay un progresismo independiente e
inarticulado que marcha por el medio, y que bascula con opiniones inestables en
relación con las pugnas clásicas. Esas almas bellas suelen ser genuinamente
antimacristas, y eso las une de manera intermitente con las ocurrencias
victimizadoras del kirchnerismo, a pesar de que los mandarines de la
"década ganada" las hostigaron desde el Gobierno y les trabajaron la
moral de manera cruel: gorilas, vendidos a la oligarquía, funcionales al
sistema. Las almas bellas lucen culposas, y a veces caen en prejuicios de
brocha gorda y en un cierto fetichismo lombrosiano: un hombre de negocios les
parece a simple vista la encarnación de Lucifer, no reconocen los avances
igualitarios del Estado de bienestar capitalista (salvo cuando viajan a Europa
para pasear) y las empresas son siempre sospechosas y les producen urticaria
(salvo las que pagan sus sueldos). Las neurociencias y el psicoanálisis
explican muy bien esta clase de emocionalidad inconsciente; también la
necesidad de comprar causas obvias que los acrediten como integrantes del bien
y oponentes del mal, aunque a la vez lo suficientemente etéreas como para
permitirles retroceder con rapidez a posiciones cómodas y prescindentes, e
incluso en algunos casos a elevarse como el fiel de la balanza y el árbitro del
partido. Curiosamente, ciertas "almas" sienten culpa de simpatizar de
pronto con alguna idea del demonio, se horrorizan de sí mismos y son reactivas,
como esa persona que se siente atraída por alguien de su mismo sexo y para
calmar su espanto se vuelve homofóbica. Esta carne de diván suele ser, en
consecuencia, proclive al relato psicopático que los kirchneristas logran
instalar. El asunto no tiene mayor relevancia electoral, aunque Luis Alberto
Romero advierte que esos mecanismos manipulativos y esas solidaridades
automáticas van creando un "sentido común dominante". Los casos de
Milagro Sala y de Santiago Maldonado son ejemplos de cómo operaciones falsarias
del cristinismo, con la inestimable ayuda de algunas organizaciones
humanitarias internacionales porosas a lobbistas partidarios, resultaron
persuasivas para los segmentos más blandos del progresismo, que compraron las
mentiras y hasta se embanderaron con ellas: el primero produjo una crisis hacia
afuera y el segundo una crisis política hacia adentro. El progresismo nacional
y también el más cosmopolita no son ajenos a estas peligrosas campañas de
argumentación. Ese colectivo debería revisar todos y cada uno de los preceptos
sacrosantos con que fueron tiernamente criados. Puesto que antes no es ahora, y
que muchas categorías tradicionales se volvieron anacronismos risibles. El más
progresista de los sentidos críticos debería empezar por casa.
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