Por James Neilson |
Mauricio Macri sabe muy bien que demasiados integrantes del
empresariado nacional, entre ellos su propio papá, se han habituado a anteponer
su relación con el gobierno de turno a la eventual calidad de los artefactos o
servicios que venden. Es que muchos son tan estatistas como quienes los
critican desde la izquierda. Lo son porque siempre les ha sido mucho más
lucrativo contar con la amistad interesada de un funcionario bien ubicado de lo
que hubiera sido depender de algo tan caprichoso como el mercado.
Pero tales empresarios no son los únicos que se han
acostumbrado a aprovechar las oportunidades brindadas por el Estado prebendario
que la Argentina heredó de la corona española. Comparten la misma mentalidad
los políticos, sindicalistas y otros que, en su conjunto, constituyen la casta
de privilegiados que el gobierno tiene en la mira por entender que es
responsable del atraso económico del país y por lo tanto del empobrecimiento de
al menos diez millones de compatriotas, los que, por su parte, también esperan
conseguir algo, por magro que fuera, de la gran vaca lechera estatal.
De más está decir que el Poder Judicial desempeña un papel
clave en la defensa del disfuncional orden basado en el consenso de que el
Estado es fuente de todo lo bueno. Al igual que en otras partes del mundo, aquí
la Justicia se inclina por perpetuar el statu quo. Así, pues, como acaba de
recordarnos el caso de Carlos Menem, el que hace poco fue condenado a siete
años de prisión por traficar armas a Ecuador y Croacia casi veinte años antes,
aquí los jueces no suelen sentirse impresionados por lo de que la justicia
lenta no es justicia.
Lo mismo que sus congéneres italianos, prefieren trabajar
con un grado de morosidad exasperante que acaso sería apropiado para
anticuarios meticulosos que pasan años estudiando documentos viejos en busca de
información que podría resultarles útil. Cuando se trata de asuntos que podrían
perjudicar a personajes influyentes como sus apadrinadores políticos, les
parece mucho más sabio dejar transcurrir décadas ya que apurarse indebidamente
podría ocasionarles disgustos.
En algunos países, los jueces sí se resisten a tomar en
cuenta las posibles consecuencias políticas de sus sentencias; se creen por
encima de tales nimiedades. En otros, y la Argentina es uno, los cambios del
clima político suelen tener un impacto judicial inmediato, lo que, desde luego,
no sirve para robustecer la autoridad moral de la Justicia sino que, por el
contrario, es motivo de desprestigio.
Por cierto, virtualmente nadie cree que sólo fuera por
casualidad que la detención de Julio De Vido, el ministro más emblemático del
kirchnerismo que durante una docena de años manejaba vaya a saber cuántos miles
de millones de dólares según criterios nada misteriosos, se haya producido
justo cuando los macristas celebraban el triunfo de Cambiemos en las elecciones
legislativas. Por mucho que los voceros oficiales juren y rejuren que nunca se
les ocurriría procurar interferir en el trabajo de los jueces y fiscales, casi
todos dan por descontado que las desgracias judiciales que están sufriendo
tantos kirchneristas eminentes se deben a la pérdida de poder político de
Cristina. De haber votado por ella más bonaerenses, funcionarios del antiguo
régimen como De Vido no tendrían por qué inquietarse.
Para el gobierno macrista, la forma en que interpreten los
prohombres de la Justicia su voluntad proclamada de emanciparlos, asegurándoles
que en adelante no recibirán órdenes o sugerencias de “arriba”, plantea algunos
riesgos. No es ningún secreto que Macri preferiría cierto gradualismo judicial
a una ofensiva relámpago generalizada contra la corrupción que era la marca de
fábrica del kirchnerato, pero de difundirse en Comodoro Py la noción de que,
para adaptarse a los tiempos que corren, a cada uno le convendría figurar como
un cazador de corruptos entusiasta, podría desatarse una competencia frenética
entre los recién conversos con la cabeza de Cristina como el premio más
codiciado.
No es que la señora sea inocente de todas las fechorías que
se le atribuyen –la evidencia que es de dominio público es contundente–, es que
el contraste entre la temporada de activismo judicial que ha comenzado por un
lado y, por el otro, el letargo que era típico del pasado no muy lejano,
difícilmente podría ser más llamativo.
Mal que le pese a Macri, no le será dado convencer a todos
de que por fin la Justicia realmente se ha independizado del poder político.
Antes bien, el que la caída del cajero se viera seguida un par de días más
tarde por la renuncia de la jefa de los fiscales, Alejandra Gils Carbó, habrá
servido para intensificar la sensación de que, en el fondo, muy poco ha
cambiado. Aunque les sobraban a los oficialistas motivos para querer desalojar
a una molestísima militante política orgullosa de su lealtad hacia Cristina,
fundadora de la facción Justicia Legítima, para más señas, de la Procuraduría
General de la Nación desde la cual había intentado hacer del Poder Judicial una
rama del kirchnerismo, no ignorarán que la renuncia oportuna de Gils Carbó se
presta a malentendidos tal vez tendenciosos pero así y todo significantes.
Tampoco le será del todo fácil encontrar un sucesor
apolítico, que es de suponer tendría que ser un jurista respetado, con
pergaminos adecuados, que cuente con la aprobación de la oposición mayormente
peronista. Todos los presuntos candidatos que se han mencionado están
vinculados con alguna que otra corriente ideológica, de suerte que sorprendería
que el gobierno encontrara uno que sea lo bastante neutral para que la decisión
no provoque airadas protestas.
Estarán en lo cierto quienes dicen que el gobierno
kirchnerista ha sido por lejos el más corrupto de la historia democrática del
país y que por lo tanto no sólo Cristina sino también muchos otros deberían
terminar sus días entre rejas. Es lo que desde hace muchos años está reclamando
Elisa Carrió y miembros de los equipos que la han acompañado. Con todo, si bien
una política de tolerancia cero podría aplicarse a partir de ahora, sería poco
realista intentar hacerla retroactiva sin discriminar entre los acusados por su
militancia política. Como insinúan los alarmados por lo que sucedería si un
buen día De Vido prendiera el ventilador, los corruptos más notorios tenían un
sinnúmero de cómplices –próceres de la patria contratista, sindicalistas y,
huelga decirlo, políticos de todos los partidos– que colaboraron gozosamente
con ellos y que ayudaron a encubrirlos.
Para encarcelar a todos aquellos que de una manera u otra
aprovecharon ilícitamente el permisivismo frente al intercambio de favores que
tradicionalmente ha imperado en el país, sería necesario construir docenas de
presidios nuevos a lo ancho y lo largo del territorio nacional. Incluso tratar
de obligarlos a devolver lo ilegítimamente conseguido a través de los años
haría del país un aquelarre. Lo más probable, pues, es que haya una suerte de
amnistía tácita y que los dirigentes más prestigiosos se comprometan a hacer lo
necesario para que sus subordinados y sus socios de otros sectores respeten a
rajatabla tanto la letra como el espíritu de la ley.
Diagnosticar los males que tanto han debilitado la Argentina
es relativamente fácil. Encontrar la forma de curarlos sin provocar una
reacción destructiva que haga imposible la convivencia no lo será en absoluto.
Puesto que todos los habitantes del país han tenido que adaptarse a un orden
tan arraigado que a muchos les parece natural, los intentos de modificarlo
serán resistidos hasta por los que se han visto más perjudicados por más de
medio siglo de populismo cada vez más corrupto. Como sabemos, los menos indignados
por lo hecho por Cristina cuando era dueña del poder e iba por todo han sido
aquellos que más perdieron merced a su voluntad de subordinar el bienestar de
tales hombres, mujeres y niños a sus intereses personales.
La corrupción no sólo mata, también empobrece. Cuando se
hace endémica, distorsiona todo. Un gobierno de corruptos no puede ser eficaz
porque los funcionarios tienen que privilegiar sus propias prioridades y las de
sus jefes que, huelga decirlo, no pueden forzar a sus subordinados a prestar
atención a otra cosa. Una vez que Néstor Kirchner optó por un esquema que le
permitiría enriquecerse en tiempo récord, se hizo inevitable que su esposa, sus
hijos, sus amigos y sus socios coyunturales obraran de la misma manera.
Pero no sólo es cuestión de los delitos que cometerían los
integrantes de un pequeño clan familiar resuelto a repetir lo que habían hecho
en Santa Cruz a escala nacional y, al encontrar en Venezuela individuos de
mentalidad parecida, incluso continental. Colaborarían con ellos miles, acaso
decenas de miles, de políticos, sindicalistas y empresarios, “luchadores
sociales” y “defensores de los derechos humanos”. Puede que algunos hayan
imaginado que, a pesar de la corrupción que los caracterizaba, los Kirchner
estaban liderando una auténtica revolución que rescataría al país de la garras
del capitalismo liberal, pero si bien parecería que no hay límites a la
credulidad de ciertos progresistas del tipo que se congregaban en “el espacio
Carta Abierta”, sigue siendo difícil entender la adhesión apasionada de tantos
individuos considerados inteligentes al esperpéntico relato K.
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