lunes, 13 de noviembre de 2017

Los amish tienen razón

Por Guillermo Piro
No tengo manera de probarlo, pero creo que el estereotipo que nos hemos formado de los amish proviene de Testigo en peligro, de Peter Weir, una película de 1985. Probablemente se sigan moviendo en carretas tiradas por caballos, pero no es cierto que son tan reacios a los avances tecnológicos como nos habían hecho creer. Un artículo de Kevin Granville y Ashley Gilberston en el New York Times habla de eso: los smartphones y las computadoras entraron en la vida cotidiana de los amish.

Al parecer, lo que caracteriza la posición de los amish frente a cualquier invención tecnológica no es el rechazo absoluto, sino partir del presupuesto de que no es necesaria, pero la adoptan si luego de una serie de comprobaciones resulta que sí lo es.

Nuestro comportamiento frente a la tecnología es inverso: confiamos en ella y la aceptamos sin ningún criterio crítico, sin siquiera preguntarnos si efectivamente la necesitamos. No pretendo decir que deberíamos adoptar los criterios de los amish, que en definitiva dejan que las decisiones queden en manos de los obispos que presiden las congregaciones. Sólo me llamó la atención darme cuenta de que adoptamos ciertas novedades por el simple hecho de que existen.

Es una condición a la que decididamente estoy sometido en relación con la tecnología, pero no con los libros. Quiero decir que en relación con los libros me comporto como un verdadero amish, rechazando cualquier nuevo libro desde el vamos, pero poniéndolo levemente a prueba para, en ciertos pocos casos, terminar adoptándolos. Eso hace que cada vez lea menos, pero también es cierto que cada vez leo mejor, y que en última instancia eso me hace relativamente feliz, lo cual inhabilita cualquier crítica al respecto.

Hoy por hoy todo el mundo tiende a decir automáticamente sí a cualquier novedad, mientras que la tendencia natural de los amish es decir que no. El tiempo y las necesidades les confirmaron a los amish que la radio, las fresadoras accionadas por computadora, los paneles solares y los fertilizantes químicos les servían, y los adoptaron. Yo soy amish.

Como dice Cal Newport en su blog, lo inquietante no es la lógica de base de los amish –hay que adoptar una nueva tecnología sólo si nos ayuda a hacer lo que consideramos importante–, lo inquietante es que una lógica semejante nos parezca extravagante. Newport tiene razón, y deberíamos aplicar su filosofía no sólo para hacer el inventario de las tecnologías que usamos para poder evaluarlas y clasificarlas en base a su utilidad real, partiendo del supuesto de que aquello para lo que no encontremos una justificación real debe ser eliminado de nuestras vidas, sino también para evaluar de ese modo nuestras lecturas –es libro es un dispositivo también; más antiguo, es cierto, pero un dispositivo al fin.

Ciertos libros son más dañinos y estupidizantes que muchos avances tecnológicos aparentemente dañinos y estupidizantes. Es fácil imaginar a un amish mirando con recelo una novedad y evaluarla para terminar adoptándola o rechazándola, ¿pero cómo se evalúa un libro sin haberlo leído? Ante todo con recelo, luego con prejuicios y algo de intuición, y finalmente con buena suerte. Empecé abandonando una serie de redes sociales que ya no usaba y luego borré una veintena de apps del smartphone. O sea algo similar a lo que periódicamente hago con mi biblioteca. Un amish estaría de acuerdo conmigo.

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