Por Guillermo Piro |
No tengo manera de probarlo, pero creo que el estereotipo
que nos hemos formado de los amish proviene de Testigo en peligro, de Peter
Weir, una película de 1985. Probablemente se sigan moviendo en carretas tiradas
por caballos, pero no es cierto que son tan reacios a los avances tecnológicos
como nos habían hecho creer. Un artículo de Kevin Granville y Ashley Gilberston
en el New York Times habla de eso: los smartphones y las computadoras entraron
en la vida cotidiana de los amish.
Al parecer, lo que caracteriza la posición
de los amish frente a cualquier invención tecnológica no es el rechazo
absoluto, sino partir del presupuesto de que no es necesaria, pero la adoptan
si luego de una serie de comprobaciones resulta que sí lo es.
Nuestro comportamiento frente a la tecnología es inverso:
confiamos en ella y la aceptamos sin ningún criterio crítico, sin siquiera
preguntarnos si efectivamente la necesitamos. No pretendo decir que deberíamos
adoptar los criterios de los amish, que en definitiva dejan que las decisiones
queden en manos de los obispos que presiden las congregaciones. Sólo me llamó
la atención darme cuenta de que adoptamos ciertas novedades por el simple hecho
de que existen.
Es una condición a la que decididamente estoy sometido en
relación con la tecnología, pero no con los libros. Quiero decir que en
relación con los libros me comporto como un verdadero amish, rechazando
cualquier nuevo libro desde el vamos, pero poniéndolo levemente a prueba para,
en ciertos pocos casos, terminar adoptándolos. Eso hace que cada vez lea menos,
pero también es cierto que cada vez leo mejor, y que en última instancia eso me
hace relativamente feliz, lo cual inhabilita cualquier crítica al respecto.
Hoy por hoy todo el mundo tiende a decir automáticamente sí
a cualquier novedad, mientras que la tendencia natural de los amish es decir
que no. El tiempo y las necesidades les confirmaron a los amish que la radio,
las fresadoras accionadas por computadora, los paneles solares y los fertilizantes
químicos les servían, y los adoptaron. Yo soy amish.
Como dice Cal Newport en su blog, lo inquietante no es la
lógica de base de los amish –hay que adoptar una nueva tecnología sólo si nos
ayuda a hacer lo que consideramos importante–, lo inquietante es que una lógica
semejante nos parezca extravagante. Newport tiene razón, y deberíamos aplicar
su filosofía no sólo para hacer el inventario de las tecnologías que usamos
para poder evaluarlas y clasificarlas en base a su utilidad real, partiendo del
supuesto de que aquello para lo que no encontremos una justificación real debe
ser eliminado de nuestras vidas, sino también para evaluar de ese modo nuestras
lecturas –es libro es un dispositivo también; más antiguo, es cierto, pero un
dispositivo al fin.
Ciertos libros son más dañinos y estupidizantes que muchos
avances tecnológicos aparentemente dañinos y estupidizantes. Es fácil imaginar
a un amish mirando con recelo una novedad y evaluarla para terminar adoptándola
o rechazándola, ¿pero cómo se evalúa un libro sin haberlo leído? Ante todo con
recelo, luego con prejuicios y algo de intuición, y finalmente con buena
suerte. Empecé abandonando una serie de redes sociales que ya no usaba y luego
borré una veintena de apps del smartphone. O sea algo similar a lo que
periódicamente hago con mi biblioteca. Un amish estaría de acuerdo conmigo.
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