Por James Neilson |
Si bien Cristina y sus hijos aún disfrutan de libertad
ambulatoria mientras aguardan, con nerviosismo creciente, la llegada a la
puerta de su casa o departamento de un pelotón de uniformados provistos de una
orden judicial nada amistosa, otros miembros destacados de la facción que
dominó la Argentina durante más de doce años han tenido que trasladar su centro
de operaciones de El Calafate a las mazmorras de Ezeiza.
La semana pasada, le
tocó al ex vicepresidente Amado Boudou seguir los pasos de Julio De Vido,
Roberto Baratta, José López, Lázaro Báez, Ricardo Jaime y otros acusados de
participar gozosamente del saqueo del país. No serán los últimos.
Aunque es tradicional que un cambio de gobierno se vea
seguido por la detención de un “emblemático” o dos del anterior, desde que el
país se reencontró con la democracia y docenas de generales, almirantes y
brigadieres desfilaron por tribunales, nunca hemos visto una procesión
equiparable con la protagonizada por los acusados de integrar una “asociación
ilícita”, léase, mafia, que fue formada para sifonear el dinero del Estado
hacia los bolsillos y cuentas bancarias de los responsables de manejarlo.
Pensándolo bien, la construida por Néstor Kirchner fue una obra maestra de la
ingeniería delictiva, pero los partidarios del santacruceño no lo admiraban por
su habilidad en dicho ámbito sino porque lo tomaban por un progresista corajudo
capaz de hacer frente al FMI, los inversores extranjeros, los acreedores, el
imperialismo yanqui y otras manifestaciones del mal.
Según los más fieles al relato kirchnerista, Boudou, De
Vido, Milagro Sala y los demás son presos políticos, mártires de la causa
nacional y popular perseguidos por una jauría de neoliberales, pero parecería
que son cada vez menos los que piensan así, acaso porque las pruebas en su
contra son definitivamente demoledoras. ¿Son más contundentes o menos notorias
de lo que eran dos, tres, diez años atrás? Claro que no, pero sucede que hasta
hace muy poco la mayoría no se sentía demasiado perturbada por la evidencia de
que el país estaba en manos de una banda de cleptómanos. Por cierto, dicho
detalle no le pareció motivo suficiente para votar a favor de adversarios que
insistían en que convendría apoyar a personas más honestas. En las elecciones
presidenciales de 2011, Cristina aplastó a sus rivales con el 54 por ciento de
los sufragios, mientras que Elisa Carrió, que ya lideraba la cruzada contra la
corrupción gubernamental, tuvo que conformarse con un escuálido 1,82 por
ciento.
No se equivocan por completo, pues, los malandras que se
suponen víctimas de “la política” en el sentido lato de la palabra. Fue merced
a “la política” o, si se prefiere, a la voluntad popular de entregarles
patentes de corso, que Boudou y compañía, además de sus parientes, amigos,
amigas y dependientes, se creyeron impunes de por vida. Y también habrá sido
consecuencia de “la política” el destino triste que, siempre y cuando no ocurra
nada imprevisto en los meses y años próximos, será suyo.
Desgraciadamente para quienes están en la picota, las modas
cambian. A veces lo hacen con rapidez desconcertante. Luego de una fase
prolongada de permisivismo enfermizo en que el grueso del electorado miraba con
indiferencia las fechorías perpetradas por los Kirchner y sus adláteres, el
país entró en una en que los puritanos llevarían la voz cantante.
¿Se trata de la revolución ética que, según los tentados por
la idea agradable de que la decadencia es imputable a las deficiencias morales
de la elite gobernante, no de la irresponsabilidad de los muchos que se sentían
representados por ella, el país tendría que experimentar para dejar atrás casi
un siglo de fracasos? Sería de esperar que sí, pero puede que sólo sea cuestión
de algo más rudimentario, de la reacción vengativa de una franja social que,
sin asumirlo plenamente, se siente avergonzada por su propia credulidad luego
de sufrir cuatro años de estancamiento. De ser así, será cuestión de un cambio
parecido a aquel que se produjo después de la guerra de las Malvinas, cuando de
la noche a la mañana buena parte de la población se dio cuenta de que siempre
se había sentido comprometida con la democracia y el respeto por los derechos
humanos.
La detención de Boudou fue cinematográfica. Los encargados
de custodiarlo se las arreglaron para que enseguida se difundiera un video en
que el ex vicepresidente –para más señas el delfín de Cristina que lo eligió
más por su aspecto físico que por su capacidad–, apareció semidormido y
semivestido, sin entender muy bien lo que sucedía. Como cazadores orgullosos de
sus proezas en la selva, los captores lo exhibían como si fuera un trofeo. Fue
su forma de decirnos que la Justicia sí se ha puesto de pie, que el juez
federal Ariel Lijo, un hombre que hasta aquel momento no se había hecho notar
por su voluntad de quemar etapas investigando a políticos venales, sí está
resuelto a desempeñar un papel heroico en la lucha contra la corrupción.
Para justificar el zarpazo judicial que por lo inesperado
dejó boquiabierto a medio mundo, el magistrado dio a entender que en libertad,
Boudou, que aún no había sido indagado, podría obstaculizar el proceso
ocultando pruebas con la ayuda de las “relaciones residuales” que presuntamente
mantenía con gente bien ubicada o que incluso podría procurar fugarse, todo lo
cual parece un tanto exagerado; el poder que aún conserva el personaje es
escaso, no habría intentado “entorpecer” la causa y no ha dado indicios de
estar alistándose para poner pies en polvorosa.
Asimismo, como algunos juristas nos aseguraron, de aceptarse
que es legítimo ordenar el arresto de acusados que están en condiciones de
destruir pruebas, cualquier funcionario del gobierno actual que se viera
sospechado de algo correría el riesgo de despertar una mañana rodeado de
hombres armados decididos a depositarlo en un calabozo.
Mal que les pese a los deseosos de “normalizar” la
Argentina, por lo que quieren decir que sería bueno que se asemejara más a los
países escandinavos que a ciertos miembros de la familia bolivariana, no será
posible hacerlo de golpe. Tendría que transcurrir por lo menos una generación
antes de que se haya reemplazado una cultura en que se da por descontado que
todo debería subordinarse a la lealtad personal y es habitual que los poderosos
aprovechen las oportunidades para enriquecerse so pretexto de que, si pudieran,
todos lo harían por otra en que nadie se animaría a considerarse por encima de
la ley.
Mauricio Macri y quienes lo acompañan parecen convencidos de
que el país ya ha comenzado la transición desde un orden social que se rige
según costumbres premodernas arraigadas hacia uno basado en leyes escritas,
pero tendrán que proceder con mucha cautela. En otras partes del mundo, el
individualismo excesivo cedió cuando la población aprendió a confiar más en las
instituciones, pero aquí muy pocos creen que la Justicia puede ser equitativa.
Si la campaña febril a la que se ha prestado Comodoro Py después de largos años
de letargo parece excesivamente politizada, o, lo que sería igualmente malo,
brinda la impresión de haberse inspirado en nada más elevado que las ambiciones
de fiscales y jueces determinados, sólo servirá para que la mayoría llegue a la
conclusión de que es mejor privilegiar las relaciones personales porque la
Justicia no es más que un arma que suelen utilizar sujetos poderosos para
castigar a los coyunturalmente débiles.
Todo sería más sencillo si existieran motivos para suponer
que los kirchneristas ya encarcelados, y aquellos que pronto estarán en una
celda de Ezeiza –si aún las hay disponibles–, no hicieron nada ilegal, pero a
juzgar por lo que desde hace años es de dominio público, su culpabilidad no
admite dudas. Si bien la carrera de Boudou resultó ser más rocambolesca que las
de sus compañeros, fue por su estilo de vida particular, no porque era más
rapaz que De Vido, Jaime, Báez o, huelga decirlo, Néstor y Cristina. Llama la
atención por su desparpajo, pero en el fondo comparte la misma escala de
valores que los demás, lo que plantea algunos interrogantes. ¿Los ladrones
politizados nacen o se hacen? Puede que algunos kirchneristas, entre ellos el
fundador de la dinastía truncada por las elecciones de 2015, nacieron así, pero
otros –¿Cristina?– se habrán vuelto corruptos después de alcanzar el poder.
Los políticos profesionales a menudo atribuyen su voluntad
de militar en un partido o movimiento a su idealismo juvenil, a la aspiración
de hacer del mundo un lugar mejor. Aunque algunos hayan sido hipócritas natos
más interesados en su propio bienestar que en aquel de los demás, otros
realmente se habrán creído convocados para servir a la comunidad. Así y todo,
andando el tiempo casi todos resultarían ser corruptos o, cuando menos,
cómplices de corruptos porque denunciar a un compañero o correligionario podría
obligarlos a buscar otro oficio. Por cierto, es razonable suponer que en
distintas ocasiones casi todos los diputados y senadores, tanto nacionales como
provinciales, han optado por encubrir a individuos que sabían que eran
sumamente corruptos. Puede entenderse, pues, el escepticismo que sienten tantos
ciudadanos ante la campaña moralizadora que está en marcha desde que el poder
del kirchnerismo empezó a mermar.
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