Por Manuel Vicent |
Mientras Leonardo
da Vinci pintaba en su taller de la vía Ghibellina de Florencia la pequeña
tabla con la imagen del Salvator Mundi a
su alrededor cacareaban docenas de gallinas. Los artistas del Quattrocento
solían pintar al temple y necesitaban muchas yemas de huevo para ligar los
pigmentos. Esta pequeña tabla
de nogal, como La Gioconda y todas las
Madonas con el Niño, fue creada en un auténtico gallinero y probablemente sería
un encargo de los Médici, sus mejores clientes, para el oratorio de palacio y
allí la imagen del Salvador atendería las súplicas de perdón de Lorenzo el
Magnífico después de haber acuchillado a alguien.
La figura del Salvator Mundi adopta con la mano el gesto de
bendecir o de mandar formando una pinza con el pulgar y los dedos anular y
meñique. El índice queda inhiesto como un símbolo fálico, que entre los
pintores florentinos era una contraseña homosexual. Esa pinza fue la conexión
energética a través de la cual la inteligencia pasó de la acción de la mano al
cerebro del primate.
A lo largo del
tiempo la pintura religiosa, mientras permanece en el altar, absorbe las oraciones
de los fieles y en la imagen sagrada se posa como una veladura toda la carga de
miedos, milagros, esperanzas.
Así sucedió con
este Salvator Mundi, pintado como un elegante joven nórdico,
absolutamente humano, casi profano. Pero un día esta tabla fue apeada del altar
y comenzó a absorber otras pasiones.
Pasó por salones
reales, por alcobas de amantes, por mansiones burguesas; soportó el vilipendio
de los restauradores; se extravió y reapareció en chamarilerías para ser
zarandeada por la especulación y finalmente ha sido devuelta de nuevo al altar,
esta vez al altar de Christie’s y allí ha recibido una ofrenda de 372 millones
de euros. Esa cantidad es una oración, que nace de un acervo más profundo que
la fe, que es la codicia.
© El País (España)
0 comments :
Publicar un comentario