Por José Crettaz
En los últimos años, fuimos pocos los
periodistas que contamos la distorsión kirchnerista mientras ocurría; ahora,
muchos de quienes disfrutaron de aire y salario artificiales en aquellos
tiempos expresan una solidaridad vacía con quienes sufren con la pérdida de su
trabajo una debacle largamente anticipada.
Durante 2009 y 2015 escribí la historia en
directo de las causas de lo que hoy llaman “crisis de los medios”, que empezó
mucho antes -en 2003- con la discriminación de la Editorial Perfil en el
reparto de la publicidad del gobierno. Por capítulos, escribí en La Nación un
libro que aún no termino de cerrar para publicarlo de una vez en su versión
definitiva.
Anticipé las
consecuencias de la ley de medios que sedujo tempranamente a la mayoría de mis
colegas -incluido el insospechado Jorge Lanata-; fui -después de María
O’Donnell y su ahora poco citado Propaganda K, de 2007- uno de los
primeros en hacer las cuentas sobre el gasto en publicidad oficial kirchnerista
(una contabilidad que empieza a ser muy común durante el macrismo, cosa que me
alegra); conté la persecución oficial (empezando por el despido en 2006 del
periodista Pepe Eliaschev de Radio Nacional) y la cooptación de periodistas (la
de Víctor Hugo Morales es un ícono que Pablo Sirvén inmortalizó en su
libro Converso); describí la construcción de grupos de medios
afines con fondos públicos, las dificultades para el acceso a la información
gubernamental y la producción de contenidos de ficción oficialista con recursos
públicos (que me mereció el repudio de los sindicatos de actores y autores, y
alguna que otra amenaza).
Ahora son muchos -incluso varios que fueron
muy conscientes del lugar privilegiado que ocuparon estos años- los que salen a
contar esta historia. Pero algunos de nosotros avisamos mucho antes: era obvio
que la burbuja inflada por el kirchnerismo iba a explotar y dejaría miles de
víctimas. El 17 de enero de 2016 escribí sobre la implosión
del grupo Szpolski-Garfunkel. Y el 8 de marzo de 2016
advertí: el fin de la
pauta está cambiando drásticamente el mapa de medios. Entonces ya
hablábamos de miles de despidos. ¿Más antecedentes? Aquí, la carta de
este burro al entonces jefe de gabinete Aníbal Fernández sobre
pauta oficial y ocultamiento de la información pública, de 2011. ¿Sobre la ley
de medios? Acá, en 2009, durante el punto más
alto de sintonía periodística con la nueva legislación
“desmonopolizadora”. ¿Szpolski privilegiado? Acá,
en 2011. Y así podríamos seguir. ¿La llegada de Cristóbal López cuando ya
no pagaba el impuesto a la transferencia de combustibles y tenía a Marcelo
Tinelli como figura de los avisos de la empresa Oil? Acá,
en 2012. Y acá, la
inesperada sociedad de López, Tinelli y Clarín en 2013. Entre 2014 y 2015
hubo mucho, mucho, mucho más.
Ahora, los indignados tardíos se rasgan las
vestiduras por lo que llaman “la crisis de los medios” y dan a entender que la
picadora de carne empezó hace dos años. Se solidarizan con sus colegas, total
es gratis. Solidarizarse no cuesta nada, son sólo palabras que permiten quedar
bien. Solidarizarse es lo políticamente correcto. Lo políticamente incorrecto
era señalar en su momento y seguir señalando ahora las causas de ese dolor. Quienes
advertimos en tiempo real lo que estaba ocurriendo éramos muchas veces
repudiados o ridiculizados por decir lo que cualquiera con dos datos y un poco
de inteligencia podía advertir: que el kirchnerismo creó en Argentina una
burbuja de medios de comunicación y empleo público periodístico que era
insostenible por su dimensión y por su falta de audiencia genuina. Eso es
todavía más grave porque se dio en un contexto global de transformación de la
producción y distribución de información y entretenimiento que ya venía
generando fuertes temblores en los principales mercados de la comunicación,
como Estados Unidos y Europa.
Muchos de los indignados creen que se
involucran cuando firman solicitadas en defensa de la libertad de prensa pero
cuando el gobierno anterior organizaba torneos infantiles de escupitajos a
fotos de periodistas (cuando no a periodistas de carne y hueso) disfrutaban del
aire -y del salario- garantizado por la pauta y los subsidios estatales. Es
cierto también que los reclamos actuales suman la legitimidad de algunos que
sufrieron en persona lo que pasó en los medios estos años, como Jorge
Fontevecchia (titular de la licencia de AM 1190, frecuencia que fue de la
apagada Radio América) o Nelson Castro (despedido de Radio Del Plata en 2009 cuando
esta emisora fue adquirida a Tinelli por Electroingeniería -Gerardo Ferreyra y
Osvaldo Acosta- con fondos de la publicidad oficial). Tal vez por la evidente
contradicción, estos últimos sienten la necesidad de explicar una y otra vez por
qué ahora también forman parte de los indignados, aunque en su caso no sean
tardíos.
Como subrayó Alfredo Leuco (que simpatizó
algún tiempo con el kirchnerismo a partir de 2003 y ya desde antes sintió debilidad
por el perfil de la entonces senadora Cristina Kirchner) este sábado en la
entrega de los premios Martín Fierro a la radio, la mayor parte de los que hoy
se muestran indignados fueron cómplices. Algunos por cinismo e
inescrupulosidad, pero la mayor parte lo fue por ingenuidad. Han sido parte de
lo que la diputada Elisa Carrió llamó esta semana en el Congreso “progresismo
estúpido” y que tanto ruido indignación causó (como los indignados por la foto
de Amado Boudou detenido que no se indignaron cuando Hugo Alconada Mon contó la
historia de Ciccone, Boudou y la máquina de hacer billetes, en
2013).
Es probable que la mayoría de los militantes
del “progresismo estúpido” denunciado por Carrió sean periodistas, la gran
mayoría de ellos muy inteligentes, cultos y preparados. ¿Por qué ocurre esto?
No lo se. Quizá haya que volver a leer Radical Chic, aquel
libro-concepto de 1970 de Tom Wolfe que dio lugar a tantas traducciones y
versiones nacionales: izquierda caviar, gauche caviar, toscana-zosi, champagne
socialists…
El dolor, diría un doctor en Comunicación
amigo mío, sirve para advertir de un mal presente para hacerlo visible, buscar
su causa y curarlo. Creo que eso vale tanto para una dolencia física como para
una institucional. El actual gobierno, que se considera a sí mismo encabezado
por “la primera fuerza política del siglo XXI”, al decir de Marcos Peña, no
tiene que resolver “la crisis de los medios”, pero sí tendría que tomar nota de
todo lo que no debe hacer.
Un humilde consejo, la reducción del déficit
fiscal puede empezar con un muy potente acto simbólico: la drástica reducción
de los fondos destinados a la publicidad oficial.
Eso, para empezar a cambiar en serio mientras
intentamos no intoxicarnos con tanta hipocresía.
©
josecrettaz.com
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