Por James Neilson |
No se le habrá ocurrido nunca al productor hollywoodense
Harvey Weinstein que su grosera conducta amatoria tendría un impacto
sociopolítico internacional, pero mal que le pese será recordado más por su
forma cavernícola de relacionarse con actrices ambiciosas que por películas
como Shakespeare enamorado.
Lo mismo que tantos otros productores, directores y
actores célebres a través de los años, Weinstein se creía con derecho a ejercer
una versión actualizada del derecho de pernada feudal, pero tuvo la pésima
suerte de ser acusado de aprovecharlo justo cuando el feminismo mundial
adquiría una masa crítica.
Para quienes están participando de la campaña que se ha
desatado no se trata de un intento por obligar a individuos poderosos a ser más
caballerosos y corteses; también está bajo ataque la noción anticuada de que
los hombres deberían adoptar una actitud protectora hacia los miembros del
“sexo débil”.
Una vez roto el silencio cómplice acerca de lo que hasta
entonces había sido un secreto a voces en los círculos frecuentados por el jet
set con pretensiones culturales, estrellas cinematográficas conocidas como
Angelina Jolie y Gwyneth Paltrow afirmaron que ellas también habían sido
víctimas inocentes de las atenciones indeseadas de Weinstein, mientras que otras
mujeres se pusieron a acusar a más personajes de Hollywood, entre ellos Kevin
Stacey, Ben Affleck y Dustin Hoffman, y del mundo político, comenzando con el
ex presidente estadounidense George Bush padre, además de periodistas y
empresarios, de comportarse como animales en busca de favores sexuales.
El furor provocado por Weinstein y otros personajes
norteamericanos no tardó en cruzar el Atlántico; en el Reino Unido, ocasionó un
revuelo en el gabinete de la primera ministra Theresa May. Tuvo que renunciar un
ministro que confesó haber tocado la rodilla de una mujer joven quince años
atrás, mientras que un político laborista galés destacado se quitó la vida
luego de ser acusado de protagonizar “una serie de incidentes”. En el resto del
planeta, sin excluir la Argentina, también se multiplicaron las denuncias de
acoso sexual.
Puesto que en muchos casos no ha sido cuestión de episodios
que sucedieron la semana pasada sino –según las mujeres que están haciendo
pública su indignación–, hace diez, veinte, treinta o más años, es evidente que
la agitación en torno al machismo rampante de tantos varones influyentes
refleje un cambio del clima cultural. Parecerá que lo lamentable pero así y
todo “normal” ya no es lo que era.
El feminismo o, si se prefiere, la defensa del principio de
la igualdad de género, está ganando terreno en todos los ámbitos. ¿Está por
iniciarse una época en que hombres y mujeres se respeten mutuamente sin que la
pertenencia a un género determinado confiera privilegio alguno? ¿O será que el
patriarcado que ha sido virtualmente universal desde la edad neolítica está por
verse reemplazado por un matriarcado posmoderno?
Aún no sabemos la respuesta a dicha pregunta, pero no cabe
duda de que, en el Occidente por lo menos, los varones están batiéndose en
retirada. Los ha perjudicado mucho el progreso tecnológico. Asimismo, en las
sociedades actuales, está mal visto el espíritu guerrero que durante milenios
motivaba el orgullo de los hombres y, hay que decirlo, de sus madres y
hermanas. Tales cambios han sido aprovechados por los resueltos a convencernos
de que, en el fondo, no son tan grandes las diferencias entre los cerebros
masculinos y femeninos; ningún académico que se precie se animaría a especular
en torno a la eventual superioridad como matemáticos de los varones.
Para eliminar los prejuicios que todavía persisten en
lugares atrasados, se urge a los fabricantes de juguetes a dejar de
confeccionar autos y materia bélica de plástico para los chicos y muñecas para
las niñas; de imponerse los criterios así reivindicados, en adelante sólo lo
asexual estará permitido en las tiendas. Acaso el único ámbito en que las
diferencias seguirán manteniéndose por un rato es el deportivo; ni siquiera los
feministas más combativos quisieran abolir las distinciones imperantes en
atletismo, ciclismo, tenis, fútbol y otras actividades en que, por desgracia,
lo físico es fundamental. Tienen buenos motivos para dejar las cosas como
están; en una oportunidad, la campeona de tenis femenino Serena Williams dijo
que, frente a Andy Murray, perdería “6-0, 6-0” en “seis minutos, tal vez diez
minutos”.
Pues bien, con la ayuda de depredadores sexuales obscenos
como Weinstein, fuera del mundillo deportivo los partidarios de la igualdad de
género sí están triunfando por un margen similar al previsto por Serena en el
caso poco probable que tuviera que competir con Andy en un torneo. Con todo,
aunque los defensores del orden tradicional carecen de argumentos éticos para
sostener su postura, sabrán que impedir que las mujeres sigan apropiándose de
sectores cada vez más amplios del mercado laboral tendría consecuencias
sumamente costosas para todas las sociedades modernas y que a esta altura sería
peor que inútil procurar expulsarlas de la arena política, podrían plantear un
interrogante que incomodaría a los conformes con el rumbo que ha tomado el
mundo desarrollado: ¿Es compatible la “liberación femenina” con una tasa de
natalidad por encima del 2,1 por mujer, la mínima para que una sociedad se
perpetúe?
A juzgar por lo que ha sucedido en buena parte de Europa,
América del Norte y el Japón, donde a partir de los años sesenta del siglo
pasado la tasa es tan baja que parece poco probable que queden muchos alemanes,
rusos, polacos italianos, españoles, griegos y nipones para dar la bienvenida
al siglo XXII, no lo es.
Nos guste o no nos guste, la caída precipitada de la tasa de
natalidad en los países avanzados es el gran tema de nuestro tiempo; sociedades
que, según muchas pautas, son las más exitosas de la historia de nuestra
especie, tienen fecha de vencimiento. Están moribundas. Por cierto, no es
necesario ser un demógrafo profesional para entender que aquellos pueblos que,
por los motivos que fueran, se niegan a procrearse terminarán extinguiéndose.
Algunos ya habrán pasado el punto de no retorno: aun cuando se pusieran a
reproducirse como conejos –tema este de una campaña publicitaria emprendida por
el asustado gobierno polaco–, ya les sería demasiado tarde.
La solución propuesta por la ONU, que consiste en importar
desde el Tercer Mundo millones de personas presuntamente más interesadas en
tener hijos que los europeos o norteamericanos “blancos”, podría servir para
llenar de gente a regiones que de otra manera permanecerían despobladas, pero
aunque continuaran llamándose por sus viejos nombres, Alemania, Polonia, Rusia,
Italia, España, Grecia y Portugal, para mencionar sólo a algunos lugares que
están perdiendo habitantes con rapidez llamativa, habrían dejado de ser los
países que conocemos.
¿A qué se debe este fenómeno tan desconcertante? El
feminismo militante no será la única causa. Puede que sólo sea un síntoma de un
mal que es mucho más profundo. Así y todo, el que los estudiosos coincidan en
que el profiláctico más eficaz es la educación de las mujeres, razón por la que
varias organizaciones internacionales están impulsándola en países africanos en
que la población continúa aumentando a un ritmo decimonónico, hace pensar que
el ideal propuesto por los decididos a modificar radicalmente el poder relativo
de los dos géneros tradicionales –Alemania acaba de agregar un tercero–,
acarrea ciertas desventajas. Después de todo, la conquista de la igualdad por
las mujeres no valdría mucho si las sociedades en que viven están condenadas a
morir dentro de dos o tres más generaciones.
Si bien es legítimo suponer que el feminismo ha hecho un
aporte al desastre demográfico que amenaza el futuro próximo de muchos países
occidentales, también ha hecho lo suyo el economicismo tanto de los defensores
del capitalismo liberal como de sus archienemigos marxistas. En los países más
ricos, los ingresos de los varones raramente son suficientes como para
garantizar que una familia disfrute del nivel de vida considerado aceptable.
De más está decir que el modelo así supuesto ya está
sufriendo graves problemas al reducirse la proporción de trabajadores activos e
incrementarse la de los jubilados. Por razones políticas, reformar los sistemas
previsionales no es fácil, pero si los gobiernos no logran hacerlo a tiempo, la
realidad, que como sabemos suele operar de manera despiadada, se encargará de
la tarea.
Quienes mejor comprenden lo que está ocurriendo en Europa
son, cuando no, los que sueñan con ocupar territorios que pronto quedarán
vacíos. Aunque las declaraciones en tal sentido de islamistas sólo motivan
incredulidad entre occidentales que confían en que su propio poderío militar,
económico e incluso cultural seguirá siendo mil veces mayor que aquel de
quienes los están desafiando, acaso les convendría tomarlas en serio. En
términos darwinianos, por decirlo así, el “modelo” islamista, en el que la
mujer se ve firmemente subordinada al hombre, podría resultar ser más duradero
que el basado en la democracia liberal o el socialismo materialista al cual
tantos se han acostumbrado. En tal caso, estaría en condiciones de heredar la
tierra.
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