Por Natalio Botana |
La palabra "centro", de antiguo linaje en las
democracias, se ha puesto de moda en el lenguaje de protagonistas y
observadores. Unos hablan de la emergencia de un nuevo centro político al calor
del éxito electoral de Cambiemos; otros recuerdan el papel histórico que le
cupo al radicalismo como encarnación de un centro democrático que ahora podría
renacer en una novedosa coalición; en fin, aquellos dispuestos a transformar al
peronismo con mejores aires subrayan la condición centrista de un movimiento
poco proclive a caer en el extremismo.
Como se ve, se trata de un menú variado que, sin embargo, no
debe dejar de lado un rasgo común: desde donde se lo mire, el centro evoca un
lugar y un estilo de hacer política. A partir de este dato, los caminos se
separan en por lo menos tres direcciones. Primero, el concepto alude a una
línea recta o a un hemiciclo donde el centro se ubica entre los extremos de la
derecha y la izquierda: es el esquema que nació durante la Revolución Francesa
y se prolongó hasta el presente. En segundo lugar, el centro traduce una
actitud que impulsa al gobierno y a la oposición a coincidir en torno a un
núcleo de políticas de Estado. En tercer lugar el centro, como creía Bolívar
del Poder Ejecutivo, es como el sol de una constelación que naturalmente
incluye un conjunto de planetas partidarios que giran alrededor de este.
El primer camino tiene un sinnúmero de referentes. En estos
días lo ilustran las elecciones en Chile, el domingo pasado. Dos partidos o
coaliciones, una de centroderecha y otra de centroizquierda, coexisten con
coaliciones ascendentes: una situada a la izquierda y otra, menos relevante,
ubicada a la derecha. El segundo camino presentaría la imagen de un arco
moderado capaz de abarcar al oficialismo y a la oposición en un proyecto de
reformas y acuerdos. Obviamente, esto es lo que estamos dirimiendo en estas
semanas mediante complicadas negociaciones que comprenden al oficialismo, a los
gobernadores de provincia, al Congreso y al poder sindical.
El tercer camino, en fin, es la gran tentación
latinoamericana. De acuerdo con esta traza, el centro no sería un lugar
moderado entre extremos, donde se discute y acuerda, sino una estrella de la
que dependen el control y la subsistencia de un régimen político. Con sus más y
sus menos, los liderazgos que cubrieron gran parte de nuestra experiencia
democrática buscaron convertirse en ese centro dominante, al modo de una
hegemonía apta para gobernar e imponer decisiones; para esta intención, el
resto de los partidos haría las veces de unos actores secundarios que
carecerían de la virtud de infundir gobernabilidad.
Este mapa o geografía del poder está hoy presente entre
nosotros. Por un lado, tras el triunfo de Cambiemos, no faltan voces que
proclaman un cambio de época en el país con la configuración de un nuevo centro
capaz de doblegar al peronismo y de mantener, en circunstancias poco propicias,
una oferta consistente de gobernabilidad. ¿Significa esto que estaríamos
intentando montar otra hegemonía con signo opuesto a las que la precedieron? O,
más bien, ¿este episodio sería, por el contrario, el punto de partida de un
régimen político abierto al pluralismo y al acuerdo sobre temas fundamentales?
En vista del modo como se han distribuido las preferencias
electorales y del carácter que hoy reviste nuestro sistema representativo en el
orden federal y en el Congreso, no parece que haya condiciones para internarse
en otra aventura hegemónica. No está en el ánimo de los gobernantes que
apuestan a favor de una reconstrucción republicana y tampoco resulta atractivo
imaginar hegemonías cuando estas se han confundido con una trama corrupta
edificada sobre la mentira. A pesar de contar con una justicia federal poco
confiable, en estos días la hegemonía y la corrupción son las dos caras de una
misma moneda.
Queda pendiente, por consiguiente, el recorrido del camino
del centro que consiste en recrear dos grandes formaciones políticas con
capacidad para pactar y superar los obstáculos que vienen bloqueando desde hace
décadas nuestro desarrollo. Para esto es preciso conjugar el estilo moderado
desde varios ángulos porque es sabido que la legitimidad de un régimen
democrático y republicano descansa sobre una doble responsabilidad: la
responsabilidad del gobierno y la responsabilidad de la oposición.
Durante un par de años esa responsabilidad compartida ha
tenido apagones preocupantes y momentos constructivos. Es preciso recuperar
este atributo so pena de acentuar una polarización que, si bien puede consagrar
triunfos electorales, no contribuye a reforzar la calidad del régimen político.
De instaurar esa responsabilidad compartida, el centro representaría un lugar
de convergencia entre partidos moderados.
En este sentido, tan decisiva es la consolidación de
Cambiemos como la reconstrucción de un peronismo capaz de renovar su oferta de
gobernabilidad. Aun cuando venía de ocho años de gobierno en la ciudad de
Buenos Aires y habiendo incorporado en su seno partidos y liderazgos
tradicionales, Cambiemos entendió que sin una propuesta de renovación creíble la
política carece de atractivo y confiabilidad. En esto ha radicado su acierto en
un clima preñado de incertidumbre. Cambiemos está pues en marcha y ahora
depende de los efectos del gradualismo para crecer y vencer la inflación; el
peronismo, por su parte, aún está a la espera.
Esos cambios de estilo no suprimirán el conflicto y la
contestación. Un rasgo típico de la tradición centrista es que a menudo ha
sufrido, en mayor o menor grado, la impugnación de los extremos. En la
actualidad, esas corrientes de rechazo no han desaparecido. Son voces que, en
la vena de populismos y nacionalismos, cuestionan legados establecidos,
obtienen apoyo popular y rememoran mejores tiempos. En Cataluña, las
agrupaciones independentistas, después de provocar en España y Europa una
tormenta institucional de graves consecuencias, encabezan el pelotón en los
comicios del mes de diciembre; en Brasil, Lula retiene la parte más importante
de la intención del voto para las elecciones del año próximo; en Chile, el
Frente Amplio ha cosechado un porcentaje inesperado de sufragios que refuta
gruesos errores de la encuestas de opinión; en México, López Obrador apunta
como un candidato de peso capaz de terciar entre los dos partidos principales
que disputan la presidencia.
Con diferentes motivos y liderazgos, estos signos revelan la
fatiga que hoy aqueja a las democracias, en especial luego de que se
desencadenó la Gran Recesión de los años 2008-2009. En consecuencia, el
descontento no va a desaparecer, seguirá ocupando el espacio público y, paradójicamente,
será un acicate para no aflojar en la praxis de la ética reformista.
Nuestro sistema representativo estaría por tanto a las
puertas de reconstruir un campo de racionalidad pública siempre que una porción
mayoritaria de legisladores pueda orientar las demandas de renovación que
sacuden a las democracias. Para ello es imprescindible que pueda echar raíces
una legitimidad de resultados económicos y sociales. Si estos se desvanecen, la
renovación fracasa. Este sería el lugar de un nuevo centro político, plural y
responsable; lo que se ensayó en el país y no pudo consumarse y que ahora
explora un posible replanteo.
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