Por Martín Schapiro
“Los judíos gobiernan hace mucho el mundo de las comunicaciones.
No entiendo por qué nombrarlos los lastima”.
La periodista Úrsula Vargues decidió convalidar un abuso
antisemita que, según cuentan varios testigos, ni siquiera se había producido.
En un tuit bastante breve recuperó las ideas que atribuyen a los judíos
intereses comunes y cuanto menos diferentes de los del resto de la población.
Las mismas que durante siglos dieron pie a la persecución, estigmatización y
hasta el asesinato de millones de personas.
Llamativamente, pocos
comunicadores, militantes y dirigentes a la izquierda del arco político
consideraron necesario repudiar expresamente sus palabras.
Tiempo atrás algo similar sucedió con el dirigente social
Luis D’Elia quien, al ser consultado por Sergio Schoklender y el fraude
extendido en el programa “Sueños Compartidos”, dio a entender alguna intervención
de servicios de inteligencia foráneos. “Mirá los apellidos, son todos paisanos”
justificó. Si D’Elia decidió luego negar el sentido de su frase, Vargues se
explicó y reafirmó, entre risas: “es una religión como cualquier otra, yo soy
una atea de mierda para muchos”.
Por ignorancia o cinismo, Vargues atribuyó la controversia
por sus dichos a diferencias religiosas, aún cuando resulta muy poco probable
que conozca las convicciones de los empresarios en relación al Talmud, la
existencia de dios o la trascendencia del alma.
La persecución de los judíos dejó hace tiempo de ser un
problema de persecución religiosa, y sus palabras se inscriben una tradición
intelectual moderna que sería bueno repasar al menos brevemente.
No perviven hoy las ideas de los tiempos de la Santísima
Inquisición, que dejara, junto a un tendal de muertos, uno aún mayor de
conversos que, convencidos o no, abrazaron la religión cristiana.
En el occidente moderno, es el propio surgimiento de los
Estados-Nación el que explica la persecución sistemática y extendida contra los
judíos hasta mediados del siglo pasado.
Junto con el establecimiento de dominios territoriales
relativamente estables en el seno del continente europeo, tras las Cartas de
Westfalia, sobrevino la necesidad de homogeneizar a las poblaciones para
asegurar su lealtad a los nacientes Estados.
Los judíos, dispersos por todo el mundo conocido y minoría
en cada lugar, concentrados desproporcionadamente en las ciudades, naturalmente
más cosmopolitas, y en la actividad financiera, prohibida a los católicos, con
tradiciones e idiomas propios (el yiddish y el ladino), quedarían casi
naturalmente excluidos de ese colectivo nacional constituido según ese orden de
sujeción.
Condenados a ser extranjeros en su tierra, los judíos se
convertirían en un chivo expiatorio ideal frente a cualquier coyuntura adversa
cada vez que las clases gobernantes quisieran desviar la atención de ellos
mismos. Del mismo modo, la dispersión territorial permitía dar verosimilitud a
los alegatos contra los judíos, toda vez que siempre habría otros del otro lado
de la frontera. Así florecieron los relatos conspirativos donde los judíos eran
súbditos o, aún peor, titiriteros del monarca rival. Tiempos del ‘affaire
Dreyfus’ y del ‘Yo acuso’ de Émile Zola.
Entre los judíos, las reacciones fueron dispares. Mientras
algunos apostaron por la asimilación, intentando borrar las fronteras culturales
que los separaban de sus vecinos, otros apostaron a las promesas socialistas de
redención de la humanidad toda, abrazando la identidad de clase. Por último,
otro grupo, fundado por Theodor Herzl,
abrazó y adaptó el nacionalismo de sus opresores, postulando que todos los
judíos del mundo constituían un grupo relativamente homogéneo que debía
asentarse, también, en un territorio determinado y constituir una entidad
nacional. Nacía el sionismo.
En cuanto a la persecución, desde la religiosa de tiempos
inquisitoriales, se avanzaba a una mucho más abarcativa. Judío sería una
identidad, extraña a la de la mayoría del pueblo.
La evolución de ese antisemitismo nacional daría origen al
nazismo alemán, que justificaría su expansión imperialista en una teoría
racial, donde la raza aria que ellos mismos encaraban estaba llamada a dominar
la tierra. De extranjeros perpetuos, los judíos pasaban, en ese esquema, a raza
inferior y perniciosa, llamada a ser exterminada. La Shoá, el asesinato masivo
y sistemático de hombres, mujeres y niños, es la marca indeleble de aquellas
ideas sobre la consciencia colectiva de la humanidad.
Colateralmente, dio justificativo al nacimiento del Estado
de Israel. Una especie de seguro de última instancia contra la persecución de los
judíos, definidos según un criterio no muy diferente al de las leyes raciales
alemanas, contra la persecución en cualquier parte del mundo. Un paradójico
estado dispuesto a concederme derechos de ciudadanía a mí, un argentino nacido
en Buenos Aires, al tiempo que los niega a un árabe nacido en Jerusalem
oriental.
La mayor parte de occidente progresó enormemente desde
entonces en el modo de entender la ciudadanía en relación a las identidades
culturales de los ciudadanos. Concepciones que habían tenido pie apenas entre
intelectuales iluministas, movimientos socialistas y, hasta cierto punto, en
las sociedades americanas, alimentadas por la migración masiva fueron
enunciadas como verdades autoevidentes al ritmo de la expansión del capitalismo
herbívoro que ofrecían los keynesianos.
Poco queda de aquel capitalismo en la coyuntura actual,
donde al ritmo de las desigualdades y exclusión que trae aparejada la última
versión de la globalización, renacen con fuerza los movimientos identitarios
anclados en la antigua concepción de la nacionalidad. Una coyuntura en la que
la derecha hegemónica en Israel decidió intervenir presentándose como un
exclave de la identidad occidental, rodeado por los amenazantes musulmanes.
El renacimiento del nacionalismo identitario, y sus
semejanzas con las ideas que dieron lugar al pasado trágico, deberían prevenir
a quienes nos paramos en la vereda de enfrente de las fuerzas reaccionarias, de
admitir o relativizar en modo alguno los discursos que remiten directamente a
las ideas más oscuras que trajo la modernidad.
Por lo demás, la patética escena de José López, encargado de
asignar dinero a Sergio Schoklender, con sus bolsos y su fusil debería bastar
para dejar de mirar apellidos en búsqueda de una conspiración sinárquica para
explicar la traición a las banderas de un movimiento cuyo motivo de existencia
son los más pobres.
En cuanto a los dueños de los medios, Magnetto, Aranda,
Pagliaro, Noble, Vila, Manzano, Eurnekian, Saguier, Mitre, Cristobal López,
Pierri o Fontevecchia se diferencian de Yankelevich, Tiffenberg o Szpolski
apenas en los matices que diferencian la clase social a la que integran.
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