Por Martín Caparrós |
Esa mujer no tendría que haberse metido con el mate. Los
argentinos aceptan tanta crítica y tanta descalificación –pero que nadie joda
con el mate–.
Por eso, hace unos días, el exabrupto de esa mujer sacudió las
famosas redes sociales como no se veía hacía tiempo.
Cinthia Solange Dhers es una cirujana de 53 años que le
mandó a una amiga un audio de WhatsApp donde se quejaba de que los vecinos de
su nuevo piso de Nordelta, un barrio cerrado pretencioso del Gran Buenos Aires,
eran “bestias que no tienen educación, que gritan y toman mate como si
estuvieran en la playa Bristol de Mar del Plata”. Y que hablan fuerte, que
sueltan a sus perros, que contrarían su “estética moral”. Alguien filtró el
audio y se volvió viral: unos días después millones de argentinos lo habían
oído, burlado, condenado.
La reacción fue abrumadora. Los que argumentaban que no era
justo escuchar y discutir un mensaje privado de WhatsApp no fueron escuchados:
la jauría se lanzó al ataque. La intolerancia fue el arma más usada contra la
intolerancia, la descalificación contra la descalificación y, de pronto, la
célebre grieta argentina no fue política sino social: ya no se discutían
posiciones partidarias sino costumbres personales, prácticas culturales,
pertenencia económica. Pero nada habría sido tan grave si la señora no hubiera
atacado nuestra idiosincrasia: somos, antes que nada, tomadores de mate. Lo hizo,
y en un par de días asociaciones varias organizaron “mateadas” masivas en los
lugares denostados; miles de personas las protagonizaron con ardor justiciero,
vengador. La señora, condensada como “La
Cheta de Nordelta”, se volvió la víctima propiciatoria de la gran ceremonia
en que terminamos de consagrar la santidad del mate.
El mate es un fenómeno extraño. Lleva milenios en el sur de
América del Sur: lo tomaban esos indios guaraníes que, después, los jesuitas
pusieron a trabajar en su cosecha. Se difundió en esa región: Argentina,
Paraguay, Uruguay, los bajos del Brasil y nada más. Quedan, en el mundo, muy
pocas comidas –muy pocas costumbres– locales. La consigna ahora es
globalización o muerte: lo que no se globaliza se disuelve en el aire de los
tiempos.
La globalización es, sobre todo, el proceso de unificación
cultural más extraordinario que la historia recuerda. Últimamente todos
escuchamos la misma música, bebemos las mismas aguas con burbujas, comemos las
mismas tortas de carne picada dentro de un pan blando, vestimos el mismo raro
invento germano de dos tubos de tela unidos en una de las puntas. Por eso es
tan extraordinario que una pequeña tribu persista en un rito que nadie más
practica. A los habitantes de la cuenca del río Paraná nos gusta chupar un
fierro calentito para que el agua que ponemos en un zapallo vaciado y
agujereado salga con gusto a una yerba que le metemos dentro: un líquido amargo
que nadie más entiende, un rito de compartir que no comparte nadie.
El mate es uno de esos escasos usos que contrarían la lógica
capitalista: ni se expande ni muere sino todo lo contrario. Y claro que
intentaron difundirlo. La yerba mate tiene todo lo que necesita un producto en
estos días para crear su mito: una historia aborigen, un origen lejano y
natural, propiedades orgánicas, un manto de misterio, el gusto transgresor.
Pero nunca funcionó: quizá sea por su sabor difícil de integrar o su consumo en
grupo –una misma bombilla para todos– que a muchos les da asquito. Y no por eso
dejó de crecer en sus lugares.
En la Argentina, sin ir más lejos, se expandió tanto en las
últimas décadas. Hace medio siglo solo lo tomaban los pobres urbanos y la gente
de campo. En una novela sobre los años treinta que ha circulado poco, Todo por la patria, un aristócrata
argentino –con perdón– dice que “es una plaga, una auténtica plaga. Y pretenden
hacer de semejante brebaje la bebida patria. Pero ¡por Dios! Imagínese qué
patria vamos a hacer con esa bebida”. Ahora, en cambio, se lo encuentra en
todas las casas, todas las oficinas, todas las clases. Hace poco me preguntaron
cuál era el mayor cambio que había visto en mis cuarenta años de periodismo y
lo expliqué así: que cuando empecé todos los periodistas guardaban en el tercer
cajón del escritorio una botella de ginebra; ahora, en cambio, todos guardan la
yerba y el termo.
El mate se ha impuesto en todos los sectores: pobres y ricos
lo toman. La diferencia principal es, como con tantas otras cosas, que unos lo
hacen en público y otros en privado. A veces, los más pobres lo toman con
azúcar, para que “llene más”. Y, en general, el hecho de que los más ricos lo
aceptaran forma parte de una “plebeyización” general de sus costumbres: si hace
treinta años entusiasmarse por el fútbol o bailar cumbia o tomar mate los ponía
definitivamente out en la escena
social, lo fueron adoptando y ahora lo hacen, como quien se apodera. Pero
claro, dentro de un orden, que los vecinos de Nordelta, según la señora
quejosa, habían quebrado, convirtiendo el ritual apropiado en “pura grasa”.
Aun así su ataque fue excesivo y puso en evidencia la fuerza
de ese lugar común, el mate. El amargo de la yerba, el calor de la bombilla, el
ruido de sorber y la costumbre de compartir lo vuelven entrañable. Y extrañable:
pocas cosas más reconfortantes, para el rioplatense distante, que encontrarse
allá lejos con alguien que le convide un mate, que lo identifique. Tanto que
preferimos no recordar que en la provincia de Misiones, donde se cultiva el 60
por ciento de la yerba del mundo –unas 770.000 toneladas anuales–, los
“tareferos” peones cosecheros suelen empezar a trabajar a los 4 años, no van a
la escuela, no tienen agua potable ni letrinas, hacen jornadas de doce horas
bajo el sol, viven en la pobreza, mueren jóvenes.
El mate define a quienes lo toman: somos pocos, somos
caprichosos, nos permitimos esa pequeña diferencia. Pero también nos reúne y
recoloca: ante el mate da igual ser argentino o ser gaucho o paraguayo o
uruguayo. Es curioso cuando un rito viejo se carga las fronteras nuevas. Es
curioso cuando una identidad cultural es atacada: no se deja, contesta, se
defiende. La Argentina, que ha soportado y soporta tantas cosas, no permitió
que una señora pretenciosa despreciara el mate.
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