Por Arturo Pérez-Reverte |
En mi deserción pesaba tanto la sangre derramada
por las cuadrillas de asesinos que ejercían el terror rojo en Madrid como la
que vertían los aviones de Franco, asesinando a mujeres y niños inocentes. Y
tanto o más miedo tenía a la barbarie de los moros, los bandidos del Tercio y
los asesinos de la Falange, que a la de los analfabetos anarquistas o
comunistas».
Sobre el hombre, Manuel Chaves Nogales, que
escribió esas líneas en 1937 estuvimos conversando dos intensos días en Sevilla
su hija Pilar, sus nietos Anthony e Isla, Jesús Vigorra –ese gran periodista
cultural andaluz–, el arriba firmante y otros buenos amigos, en la segunda
edición del espléndido ciclo Letras en Sevilla, que respalda la
Fundación Cajasol –no todo son allí cofradías, feria de Abril y alumbrados
navideños–, y que esta vez se dedicaba al reportero, articulista y narrador
que, a la altura o por encima de Josep Pla y de César González Ruano, fue, en
opinión de muchos, el mejor periodista español del siglo XX.
El texto que abre este artículo es un fragmento de
otro más extenso, al que me referí hace años en esta misma página, obra maestra
del periodismo literario español: el prólogo del libro A sangre y fuego,
con relatos de Chaves Nogales sobre la Guerra Civil. Un prólogo inteligente,
lúcido, no equidistante sino ecuánime, honrado y triste, que debería ser objeto
de estudio obligatorio para los escolares de este país y de cualquier otro. Que
los vacunaría contra el fanatismo y la estupidez, y sin duda los haría mejores
personas, mejores ciudadanos y mejores españoles al comprender, y asumir,
que «idiotas y asesinos se han producido y actuado con idéntica
profusión en los dos bandos que se partieran España».
Precisamente por eso, por su ecuanimidad y
desprecio hacia los criminales e irresponsables de uno y otro lado, Chaves
Nogales, autor entre otras cosas de la asombrosa biografía Juan
Belmonte, matador de toros y del gran relato picaresco-viajero El
maestro Juan Martínez, que estaba allí, fue ninguneado y desapareció
de la luz pública durante medio siglo. No estuvo ni con los que ganaron la
guerra y la perdieron en los manuales de literatura, ni con los que la
perdieron en las trincheras y la ganaron en las librerías. Estaba solo, como
toda su vida, con su mirada lúcida, su entereza y su hombría de bien. Y el
título de las jornadas que le dedicamos lo define rigurosamente: Chaves
Nogales, una tragedia española.
En honor de Sevilla, en apariencia frívola para
tantas cosas, diré que se volcó en esas dos intensas jornadas, igual que ya lo
hizo en primavera, en la edición anterior (Literatura y Guerra
Civil): entradas agotadas en dos horas, largas colas con público
entusiasta de todas las edades, generosa cobertura de prensa, radio y
televisión, libros de Chaves Nogales agotados en las librerías, salones
abarrotados, quinientas personas llenando el patio andaluz del siglo XVI, en el
hermoso palacio de la plaza de San Francisco, mientras Juan Echanove les
arrancaba lágrimas leyendo el famoso prólogo de A sangre y fuego.
Un éxito, en fin, que consolida esos formidables ciclos, de los que ya se
anuncia el tercero, Letras en Sevilla III, para el año que
viene: Mayo del 68, el año que pudo cambiar el mundo (y no lo
consiguió).
Hay, sin embargo, un detalle que no quiero dejar en
la tecla del ordenador: una impresión de la que soy único firmante y
responsable. En esas jornadas sevillanas, que con tanto entusiasmo son acogidas
por la ciudad pese a que no se trata de hablar de Sevilla para
los sevillanos, sino de hablar en Sevilla para el mundo, noté
interesantes ausencias entre el público. La entrada era libre; pero ningún
alcalde, ni consejero de cultura, ni representante de instituciones andaluzas
de las letras, ni concejal relacionado con el asunto, aparecieron por allí.
Tendrían miedo a aprender algo, supongo. Tampoco lo hizo nadie entre los que se
reparten el negocio de la cultura local, interesados sólo por su medro
provinciano, por succionarse mutuamente el ciruelo, porque les financien libros
que nadie lee, por repartirse las migajas que caen de la mesa de las
fundaciones, por conseguir subvenciones montando mezquinos chanchullos a los
que casi nadie asiste y que sólo tienen por objeto su vanidad y el hacer caja.
Resumiendo: los que no están acostumbrados a ser sólo público y no trincar. En
mi opinión, su presencia habría desentonado en Letras en Sevilla, y
celebro no haberlos visto por allí. Pero creo de justicia no acabar el artículo
sin dedicarles –ya saben ustedes que me encanta hacer amigos– este cariñoso
recuerdo.
© XLSemanal
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