Un texto de José
Ingenieros
La mediocridad moral es impotencia para la virtud la
cobardía para el vicio. Si hay mentes que parecen maniquíes articulados con
rutinas, abundan corazones semejantes a mongolfieras infladas de prejuicios. El
hombre honesto puede temer el crimen sin admirar la santidad: es incapaz de
iniciativa para entrambos. La garra del pasado ásele el corazón, estrujándole
en germen todo anhelo de perfeccionamiento futuro. Sus prejuicios son los
documentos arqueológicos de la psicología social: residuos de virtudes crepusculares,
supervivencias de morales extinguidas.
Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas del
hombre virtuoso: prefieren al honesto y lo encumbran como ejemplo. Hay en ello
implícito un error, o mentira, que conviene disipar. Honestidad no es virtud,
aunque tampoco sea vicio. Se puede ser honesto sin sentir un afán de
perfección; sobra para ello con no ostentar el mal, lo que no basta para ser
virtuoso. Entre el vicio, que es una acra, y la virtud, que es una excelencia,
fluctúa la honestidad.
La virtud eleva sobre la moral corriente: implica cierta
aristocracia del corazón, propia del talento moral; el virtuoso se anticipa a
alguna forma de perfección futura y le sacrifica los automatismos consolidados
por el hábito.
El honesto, en cambio, es pasivo, circunstancia que le
asigna un nivel moral superior al vicioso, aunque permanece por debajo de quien
practica activamente alguna virtud y orienta su vida hacia algún ideal.
Limitándose a respetar los prejuicios que le asfixian, mide
la moral con el doble decímetro que usan sus iguales, a cuyas fracciones
resultan irreducibles las tendencias inferiores de los encanallados y las
aspiraciones conspicuas de los virtuosos.
Si no llegara a asimilar los prejuicios, hasta saturarse de
ellos, la sociedad le castigaría como delincuente por su conducta deshonesta:
si pudiera sobreponérseles, su talento moral ahondaría surcos dignos de
imitarse. La mediocridad está en no dar escándalo ni servir de ejemplo.
El hombre honesto puede practicar acciones cuya indignidad
sospecha, toda vez que a ello se sienta constreñido por la fuerza de los
prejuicios, que son obstáculos con que los hábitos adquiridos estorban a las
variaciones nuevas. Los actos que ya son malos en el juicio original de los
virtuosos, pueden seguir siendo buenos ante la opinión colectiva. El hombre
superior practica la virtud tal como la juzga, eludiendo los prejuicios que
acoyundan a la masa honesta; el mediocre sigue llamando bien a lo que ya ha
dejado de serlo, por incapacidad de entrever el bien del porvenir. Sentir con
el corazón de los demás equivale a pensar con cabeza ajena.
La virtud suele ser un gesto audaz, como todo lo original;
la honestidad es un uniforme que se endosa resignadamente. El mediocre teme a
la opinión pública con la misma obsecuencia con que el zascandil teme al
infierno; nunca tiene la osadía de ponerse en contra de ella, y menos cuando la
apariencia del vicio es un peligro ínsito en toda virtud no comprendida.
Renuncia a ella por los sacrificios que implica.
Olvida que no hay perfección sin esfuerzo: sólo pueden mirar
al sol de frente los que osan clavar su pupila sin temer la ceguera. Los
corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor a las espinas;
los virtuosos saben que es necesario exponerse a ellas para recoger las flores
mejor perfumadas.
El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del
genio; a éste le llama "loco" y al otro lo juzga "amoral".
Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben. En su
diccionario, "cordura" y "moral" son los nombres que él
reserva a sus propias cualidades. Para su moral de sombras, el hipócrita es
honesto; el virtuoso y el santo, que la exceden, parécenle
"amorales", y con esta calificación les endosa veladamente cierta
inmoralidad...
Hombres de pacotilla, diríanse hechos con retazos de
catecismos y con sobras de vergüenza: el primer oferente los puede comprar a
bajo precio. A menudo mantiénense honestos por conveniencia; algunas veces por
simplicidad, si el prurito de la tentación no inquieta su tontería. Enseñan que
es necesario ser como los demás; ignoran que sólo es virtuoso el que anhela ser
mejor. Cuando nos dicen al oído que renunciemos al ensueño e imitemos al
rebaño, no tienen valor de aconsejar-nos derechamente la apostasía del propio
ideal para sentarnos a rumiar la merienda común.
La sociedad predica: "no hagas mal y serás
honesto". El talento moral tiene otras exigencias: "persigue una
perfección y serás virtuoso". La honestidad está al alcance de todos; la
virtud es de pocos elegidos. El hombre honesto aguanta el yugo a que le uncen
sus cómplices; el hombre virtuoso se eleva sobre ellos con un golpe de ala.
La honestidad es una industria; la virtud excluye el
cálculo. No hay diferencia entre el cobarde que modera sus acciones por miedo
al castigo y el codicioso que las activa por la esperanza de una recompensa;
ambos llevan en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios
sociales. El que tiembla ante un peligro o persigue una prebenda es indigno de
nombrar la virtud: por ésta se arriesgan a la proscripción o la miseria. No
diremos por eso que el virtuoso es infalible. Pero la virtud implica una
capacidad de rectificaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios
errores como una lección para sí mismo y para los demás, la firme rectitud de
la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de virtud, es como
si no hubiera pecado: se purifica. En cambio, el mediocre no reconoce sus
yerros ni se avergüenza de ellos, agravándolos con el impudor, subrayándolos
con la reincidencia, duplicándolos con el aprovechamiento de los resultados.
Predicar la honestidad sería excelente si ella no fuera un
renunciamiento a la virtud, cuyo norte es la perfección incesante. Su elogio
empaña el culto de la dignidad y es la prueba más segura del descenso moral de
un pueblo. Encumbrando al intérlope se afrenta al severo; por el tolerable se
olvida al ejemplar. Los espíritus acomodaticios llegan a aborrecer la firmeza y
la lealtad a fuerza de medrar con el servilismo y la hipocresía.
Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es
envilecerse.
Stendhal reducía la honestidad a una simple forma de miedo;
conviene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino a la reprobación
de los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para
todo acto que no tenga sanción expresa o pueda permanecer ignorado. "J'ai
vu le fond de ce qu'on appelle les honnétes gens: c'est hideux", decía
Talleyrand, preguntándose qué sería de tales sujetos si el interés o la pasión
entraran en juego. Su temor del vicio y su impotencia para la virtud se
equivalen. Son simples beneficiarios de la mediocridad moral que les rodea. No
son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desvalido;
no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no
defienden al asaltado; no violan vírgenes, pero no redimen caídas; no conspiran
contra la sociedad, pero no cooperan al común engrandecimiento.
Frente a la honestidad hipócrita -propia de mentes rutinarias
y de caracteres domesticados-, existe una heráldica moral cuyos blasones son la
virtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia a los prejuicios
que paraliza el corazón de los temperamentos vulgares y degenera en esa
apoteosis de la frialdad sentimental que caracteriza la irrupción de todas las
burguesías. La virtud quiere fe, entusiasmo, pasión, arrojo: de ellos vive. Los
quiere en la intención y en las obras.
No hay virtud cuando los actos desmienten las palabras, ni
cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es
más nociva en los hombres conspicuos y en las clases privilegiadas. El sabio
que traiciona su verdad, el filósofo que vive fuera de su moral y el noble que
deshonra su cuna, descienden a la más ignominiosa de las villanías; son menos
disculpables que, el truhán encenagado en el delito. Los privilegios de la
cultura y del nacimiento imponen al que los disfruta una lealtad ejemplar para
consigo mismo. La nobleza que no está en nuestro afán de perfección es inútil
que perdure en ridículos abolengos y pergaminos; noble es el que revela en sus
actos un respeto por su rango y no el que alega su alcurnia para justificar
actos innobles.
Por la virtud, nunca por la honestidad, se miden los valores
de la aristocracia moral.
De El hombre mediocre (CAPÍTULO III – LOS
VALORES MORALES)
Selección y
transcripción: Agensur.info
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