Por Arturo Pérez-Reverte |
Hay tópicos nacionales de todas clases: los portugueses
melancólicos, los italianos caóticos, los alemanes de piñón fijo, los ingleses
arrogantes, borrachos y egoístas. Y lo que quieran ustedes añadir al asunto.
Muchos de esos lugares comunes son falsos, y otros —establezcan cuál o cuáles—
corresponden a la exacta realidad.
En España, como en todas partes, esos
tópicos los tenemos en abundancia: los andaluces indolentes y graciosos, los
aragoneses nobles y testarudos, los catalanes laboriosos pero lentos en sacar
la cartera, y cosas así. Y uno de los más reconocidos es el de los gallegos. Me
refiero a su proverbial hermetismo, magistralmente expresado en esa imagen del
ciudadano al que te encuentras en la escalera y no sabes si está subiendo o
bajando. O si está parado.
El otro día tuve ocasión de comprobar en carne propia que a
veces los tópicos se ajustan a la más absoluta realidad. Al menos, en lo que a
los gallegos se refiere. Me encontraba en Santiago de Compostela, alojado en el
hotel donde lo hago cada vez que viajo allí, situado en un buen lugar de la
plaza del Obradoiro, junto a la catedral. Se acercaba la hora de comer, así que
cogí un paraguas y salí a dar una vuelta por una calle cercana donde abundan
los restaurantes. Como animal de costumbres que soy, me encaminé directamente
al que frecuento cuando estoy en esa ciudad, pero lo encontré cerrado. Me quedé
indeciso, pues no conocía ninguno de los otros locales de esa calle, que son
una docena. Y como en aquel momento me dolía la cabeza y necesitaba un Actrón
—esos dolores de cabeza que le he prestado a mi amigo Lorenzo Falcó, y que en
los años 30 él soluciona con aspirinas—, entré en una farmacia, aprovechando
para pedirle al farmacéutico que me recomendase un lugar próximo. Un buen
restaurante.
El farmacéutico, un tipo de mediana edad, con un acento tan
gallego que parecía imitado y no real -estilo Manuel Jabois o Luis, el
limpiabotas del Palace-, se me quedó mirando, inexpresivo.
—Buenos, lo que se dice buenos, hay muchos —dijo.
—Lo supongo —respondí—. Pero habrá alguno que pueda usted
recomendarme.
Se rascó la cabeza.
—Hay varios, ¿eh?—comentó.
—Ya supongo.
—Unos mejores y otros no tanto, pero los hay buenos.
—Con que me diga uno es suficiente.
Volvió a rascarse la cabeza.
—El problema es que si le recomiendo uno, igual soy injusto
con otros.
—Puede. Pero tengo hambre, ¿sabe?… Con uno dicho así, al
azar, me las arreglo.
El farmacéutico encogió los hombros, fruncido el ceño.
—¿Prefiere carne, pescado o marisco? —inquirió.
—Me da igual —repuse esperanzado—. Lo que me apetece es
comer bien.
—Es que algunos son mejores en carne, y otros en pescado y
marisco.
Respiré hondo. Seis veces. O quizá fueron siete.
—A estas alturas me da igual carne que pescado. Se lo juro.
Volvió a rascarse la cabeza.
—No es lo mismo —objetó—. Porque cada uno tiene su
especialidad.
Me metí el nudillo de un dedo índice entre los dientes y
mordí fuerte.
—Por Dios… Dígame uno, carne o pescado. El que sea.
Se quedó pensando otro largo momento.
—Pues la verdad —concluyó— es que no me atrevo a decirle uno
en concreto.
Decidí cortar por lo sano.
—¿A cuál suele ir usted?
—A veces voy a uno y a veces voy a otro.
—¿A veces?
—Depende. Unas sí y otras no. Pero casi siempre como en
casa.
Me agarré al mostrador, tambaleante. La farmacia me daba
vueltas.
—¿Y cuál fue el último restaurante al que fue?
—Pues fui a uno, pero no sabría decirle ahora cuál.
Estaba a punto de echarme a llorar. Saqué la cartera.
—¿Qué le debo del Actrón?
—Ocho euros con cincuenta y cinco céntimos.
Salí a la calle haciendo eses, mareado, y me metí en el
primer restaurante que vi abierto. Y las cosas como son, oigan. Comí de puta
madre.
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