Por Gustavo González |
Cada día que pasa desde el fatídico 22 de octubre, el peronismo confirma
la presunción de que su destino durante los próximos seis años será el de
opositor.
El inédito fenómeno de que un gobierno no peronista pueda concluir su
mandato, incluso con chances de ser reelecto, muestra esa otra cara no
menos inédita: la posibilidad de un peronismo opositor por más de un período
presidencial.
El destino es raro y su etimología también. Una palabra que en su origen
fue sinónimo de “meta”, con el tiempo también adquirió el significado de
“hado”, el destino como una fuerza desconocida que rige la vida de las
personas.
El materialismo macrista da por válida la primera acepción. Su destino, en el
sentido de meta electoral, es mantener dividido al peronismo para seguir
ganando. En cambio, el esoterismo peronista se ve atado a la segunda versión
etimológica. Está seguro de que no hay forma de huir a ese destino opositor.
La “trampa” oficial. El macrismo mostró las cartas desde antes de 2015:
dividir al peronismo presentando a Cristina como la contrafigura de Macri, no
aliarse con otro peronista como Massa, a riesgo de competir con una parte de su
electorado, pero creyendo que también el tigrense le suma división al PJ y, por
último, alentar la figura de Florencio Randazzo en el principal distrito.
La estrategia del oficialismo es mantener viva a Cristina de aquí a
2019 (polarizando con ella y el “pasado” hasta que la sociedad se harte) y
promover el surgimiento de un líder peronista moderado (algún gobernador como
Urtubey o Uñac), que aporte a la gobernabilidad y reciba el reconocimiento
político y, eventualmente, económico.
Para que Cristina siga activa, el Gobierno necesita que los jueces
continúen investigando la corrupción K, poniéndoles foco a ella, a su familia y
a sus funcionarios. Que vayan todos presos, salvo ella, porque temen al efecto
victimización.
Por su parte, para que el peronismo siga dividido, el oficialismo necesita
que no surja ninguna corriente unionista, que privilegie el afán de retomar
el poder por encima de los odios internos. Hoy es un peligro improbable.
A diferencia del pragmatismo que lo caracterizó toda su vida, el
peronismo ingresó en una fase principista que convierte en intolerable
cualquier intento de negociación que incluya a la ex presidenta. El camporismo
propone canjear un “paso al costado” de su jefa por blindaje político-judicial.
Difícil que eso ocurra. Primero, porque en el peronismo nadie cree que Cristina
esté de verdad dispuesta a dar ese paso. Segundo, porque el destrato que ella
les dispensó durante tanto tiempo dejó demasiados heridos en sus filas.
Se podría decir que es una división consensuada: el Gobierno no quiere
que el peronismo se una y el peronismo tampoco, aunque eso le signifique seguir
lejos del poder.
¿Qué hacer? Es lo que se preguntan en el laberinto privado del peronismo. La
respuesta mayoritaria es que, salvo que la economía interfiera para mal del
país, el destino no los quiere cerca de la Casa Rosada por lo menos hasta 2023.
Quien habla es el senador Miguel Angel Pichetto, convertido en una
suerte de oráculo al que recurren peronistas en busca de su destino. Les dice
esto: “Nuestras posibilidades de volver al gobierno en 2019 son pocas, salvo
que se vaya todo al demonio o que el oficialismo siga golpeando a los sectores
medios con tarifazos u otras muestras de insensibilidad. Los peronistas debemos
tener una mirada de largo plazo y transitar el llano con responsabilidad
institucional”.
Sobre cómo escapar de la “trampa” divisionista del macrismo, el senador
reconoce que con Cristina es imposible: “Ella es el nombre del problema.
La división del peronismo viene de cuando Néstor murió y Cristina construyó un
gobierno de centro-izquierda con Zannini, Kicillof y La Cámpora. Eso ya se
vivía en el anterior Congreso y seguirá ahora”.
A Pichetto se lo escucha optimista tras el acuerdo de coparticipación
entre Nación y provincias, al igual que por el alcanzado con la CGT por la
reforma laboral: “Es que los peronistas necesitamos empezar a construir
un ámbito político alrededor de los gobernadores y del movimiento obrero, que
no puede ser de ruptura institucional”.
Votantes líquidos. Lo cierto es que, más allá de los planes de unos para permanecer y de
los otros por retornar, la realidad es que los nombres de los partidos y los
eventuales acuerdos dirigenciales ya no son lo que eran. El triunfo de
Cambiemos es también el de votantes cambiantes. Para estos, los partidos y
sus líderes perdieron el valor simbólico que poseían en la modernidad. La
posmodernidad ahora hace memes con ellos.
No sólo son los electores del oficialismo los que sienten así. La mayoría
de la sociedad está cruzada por el escepticismo posmo sobre sus representantes,
incluyendo también a los que ganaron las elecciones. Los representados ya no se
sienten tan atados a una herencia política o a los mitos partidarios, mucho
menos a las ideologías fuertes. La única revolución permanente es la que genera
la globalización comunicacional del capitalismo. Trotsky pasó de representar
una amenaza mundial para el sistema a ser el título de una miniserie que se
acaba de presentar en Cannes, en la cual se lo muestra como un verdadero rock
star.
Este es el contexto de época que permitió a un partido con diez años
como el PRO llegar al poder. A nadie le importa quién es el presidente de
ese partido, ni sabe que su apellido es Schiavoni. No es Macri el que lo
hizo. Es al revés. Es la nueva mayoría social de esta era la que lo hizo a él.
Al peronismo le cuesta romper con la estrategia oficial, en buena medida
porque el PJ es el mayor símbolo político de una modernidad que ya fue y no
sabe cómo reencontrar su razón de ser en medio de esta sociedad líquida. El
plan político de Macri está funcionando porque representa una red social
que no solo incluye a la clase media radical o independiente y a la clase alta
de los llamados partidos de derecha, sino también suma a amplios sectores
populares que ya no sienten el imperativo histórico de votar a los herederos de
Perón. Son votantes líquidos como su época, unidos por el malestar con el
pasado, la pérdida de las grandes utopías, la insatisfacción económica y la inseguridad
personal.
Problema de fondo. El macrismo es una experiencia inédita porque es la primera vez que
llega al poder ese tipo de alianza social. En ella se sustenta una
gobernabilidad que nunca había tenido al mando un gestor no peronista. Pero lo
que en el pasado podía constituir el comienzo de una centenaria construcción
partidaria hoy también está sujeto al escrutinio de alianzas más efímeras.
Ni destino como meta ni destino como hado. Al final todos tendrán el
destino que se hayan merecido.
Porque el problema del peronismo quizá sea más profundo que su diáspora
actual.
Porque aun alcanzando la unidad, con sello y marchita partidaria, el
verdadero enigma es si algún día sus antiguos votantes se convencerán de que el
nuevo peronismo de época se llama macrismo.
© Perfil
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