Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Consumado el triunfo de Cambiemos a nivel nacional, habiendo
obtenido el gobierno nacional una hegemonía política inédita desde el retorno
de la democracia y con los popes del kirchnerismo yendo de campamento a las
cárceles federales del país, no queda mucho para bardear al gobierno anterior,
ese que terminó hace ya dos años.
Nos queda un D’Elía paseando por el programa
de Lanata y algún que otro posteo de calibre intelectual dudoso de algún que
otro experiodista kirchnerista, y no mucho más. Incluso las desventuras
judiciales de Cristina, las novedades del caso Nisman, y el despelote de las
coimas en Fútbol Para Todos ya transitan por vías judiciales.
La ausencia se hace sentir. Hasta cuando aparece por ahí
Cristina hablando en algún lado, la novedad ya es de consumo irónico. Al menos
hasta que alguien logre encontrar la fórmula para una nueva escena de crisis
institucional que dure algunas semanas, la carencia de puntos en común para
putear corrió finalmente la humareda retórica, una neblina que nos impidió ver
más allá de nuestras narices por más de una década. Y algunas personas no saben
cómo comportarse ante el cielo despejado.
Quizá uno de los grandes paradigmas que todavía no
asimilamos acabadamente es que el desarrollo de las nuevas tecnologías de
comunicación –puntualmente, el acceso universal a servicios de internet y las
redes sociales– coincidió con los años kirchneristas. Una coincidencia que nos
permitió notar que no estábamos solos en el espanto y que mucha gente pensaba
como nosotros en algún punto. O sea: muchos de los que formamos parte de los
mismos círculos en las redes, por años nos vinculamos por la oposición a ese
algo llamado kirchnerismo.
Más de una vez perdimos de eje el microclima de las redes.
La realidad nos acomodaba de la peor manera: si nos guiamos por nuestros
contactos, el kirchnerismo se tendría que haber acabado en las elecciones de
2011. Y creíamos que pasaría. Un error de cálculo del 54%. El eje se pierde
fácil también en las buenas, sobre todo para quien no logra pasar un mensaje en
un almuerzo familiar y de pronto tiene un par de miles de seguidores en
Twitter. El triunfo electoral de Macri en 2015 y la paliza electoral de 2017 es
de esos casos en los que se puede perder el eje. Y algunos lo perdieron.
Es como tener un pedazo de acelga en un diente: si estás en
público lo notan todos menos vos. Perder el eje de las cuestiones importantes
lleva a confundir la importancia de una mera forma por sobre el fondo, a
mezclar ideologías con intereses pagos y a creer que todo aquel que hoy no
piensa como yo es porque le compraron la conciencia. Si a ello le sumamos la
vertiente de la ausencia de enemigos que nos den letra, el resultado es
evidente.
Quizá uno de los grandes traumas irresueltos del ser
argentino es la creencia de que formamos parte de un gran país, el más mejor
del mundo, pero que no tuvimos suerte. Esa cosa de suponer que somos imbatibles
aunque los números nunca nos hayan acompañado. Lo podemos ver en todos lados,
desde invenciones de productos que existen en todas partes hasta el extremo de
una supuesta paternidad futbolística sobre Brasil en la cual no tenemos ni la
mitad de las Copas del Mundo que nuestro vecino.
Esa inexistente supremacía truncada en todos los ámbitos
lleva a buena parte de la población a suponer que siempre fuimos por el buen
camino pero que no tuvimos suerte con los gobiernos. Tenemos campo, tenemos
industria, tenemos mano de obra, tenemos clase media, nada puede salir mal
salvo que tengamos chorros en el poder. Y en los últimos tiempos ese
sentimiento se ha exacerbado hasta el extremo de recordar que lo único que hizo
el kirchnerismo ha sido robar, cuando atrás del choreo también se encargaron de
gobernar como el orto.
Partimos de una mentira: que la corrupción es la causa de
todos nuestros males, cuando es una consecuencia más de la ausencia total de
instituciones creíbles. Esa frase de Barrionuevo realmente la llevamos tatuada:
acá hay que dejar de robar por dos años. Y lo creemos. Alguna vez fue cierta y
sólo el robo opacaba una administración que funcionaba bien. Pero el mundo
cambia, las exigencias son otras, la dinámica internacional se modifica, y la
“buena administración” necesita, también, adaptarse a los tiempos que corren.
Con no robar ya no alcanza. Además de partir de ese principio deseable, se
tienen que modificar de raíz los sistemas para construir sobre otras bases en
las que el país funcione bien. Y si todo funciona bien, no hace falta
preocuparse por la corrupción: de eso se debería encargar una institución.
En base a creer que con no robar el resto camina solo,
terminamos por aceptar mansamente algunas cuestiones que, cuanto menos,
deberían dispararnos alguna que otra pregunta. En materia de economía,
asistencialismo, Poder Judicial, si nos guiamos por las expresiones de los
funcionarios, sólo obtenemos diagnósticos y propuestas que, al verlas en los
papeles, quedan en expresiones de deseo. Y cualquier pregunta al respecto es
para quilombo. Porque deberíamos agradecer que nos están normalizando. Como si
en un país normal no existieran tensiones sobre el rumbo de la economía.
Ahora el cuco son los que critican la política económica del
gobierno, pero no desde el kirchnerismo, sino desde lo que han definido como
“utraliberalismo”. Este nuevo viejo cuco siempre aparece y pretende hacer creer
que el liberalismo es el causante de todos los males de la historia argentina
cuando llevamos más de un siglo de gobiernos que se repartieron entre modelos
personalistas, fraudulentos, nacionales y populares, dictatoriales y socialdemócratas.
Los únicos dos casos de liberalismo moderno que quieren hacernos tragar es una
dictadura militar proveedora de alimentos de la Unión Soviética y una década en
la que el liberalismo era tan trucho que hasta la cotización de la moneda estaba
fijada por ley. No sé qué entienden por “liberal” pero si estudian la raíz
etimológica de “libre” tendrían una aproximación al concepto.
Hoy el drama viene porque algunos nos preguntamos en qué
piensan en el gobierno cuando elaboran sus proyectos. En mi caso ni siquiera
hablo de lo que termina saliendo, sino de lo que presentan y cómo lo presentan,
porque ahí es donde se pueden percibir las intenciones y la dirección
pretendida. Y, honestamente, no la entiendo. Y no hablo de la letra chica, sino
del sentido común. Apuntar a una reforma tributaria en la que, al momento de
presentarla, se anuncia como “sacrificio del Estado” la resignación de 1.5
puntos del PBI cuando el 100% de los mortales que estamos en blanco resignamos
el 60% de nuestros ingresos en impuestos y el resto, labure o duerma en el hall
de un edificio, abona el 21% cuando compra un alfajor, es un anuncio con sabor
a poco. De mínima. Más cuando nunca vimos ni medio intento serio del Estado
para paliar el brutal déficit fiscal achicando sus propios gastos, sin que ello
no replique en aumentar otros.
Ante este panorama, no es normal que la respuesta a la
primera queja sea “querés dejar 3.5 millones de personas en la calle”. Primero,
porque no es intención de nadie dejar sin laburo a otro. Y segundo, porque
pareciera que nadie dimensiona lo que son 3.5 millones de empleados públicos:
son 60 canchas de River. Se podría llenar un Luna Park por noche durante un año
y quince días con personas distintas cada vez y dispara la pregunta de si
realmente son necesarios. Pero pongamos que el problema no es el empleo
público. De hecho, el verdadero drama de 3.5 millones de empleados públicos es
que el Estado les parece una mejor opción. Si es que tienen una opción. Pero
mucho peor es la cantidad de cargos de funcionarios con sueldos altísimos, y
sus respectivos contratados, en áreas que nadie sabe explicar bien para qué
sirven pero que cuentan con choferes, secretarias y caja chica. Puedo llegar a
entender la falta de ganas de cortar el hilo del gasto por los empleados
públicos. Pero un cargo de director nacional o subsecretario es un poco mucho
para oficiar de plan social.
El déficit es la diferencia negativa entre lo que se recauda
y lo que se gasta. Se gasta más de lo que se recauda. Argentina ocupa el primer
puesto del mundo en déficit con siete puntos de su PBI. La vía de solución es
reducir el gasto o aumentar la recaudación. Pero si tenemos en cuenta que,
según el propio gobierno, tenemos la presión tributaria más alta de la región y
una de las más altas del mundo, no hay que ser muy inteligente para darse
cuenta de que el problema no es que se recauda poco sino que se gasta mucho.
Ahora, en ese gasto enorme es donde aparecen esas cosas que no se entienden.
Redujeron notablemente los subsidios y siguen con planes de seguir avanzando.
Pero con la primera quita no sólo no bajó el gasto sino que aumentó de la mano
de la obra pública y la contratación de personal. Ahora viene otro aumento en
tarifas de servicios públicos y ni en sueños se escuchó un anuncio concreto de
parte del Estado que lleve a creer que ese aumento impactará en bajar el gasto.
La obra pública no tiene la obligación de ser tan pública y
en Argentina se han dado épocas de crecimiento estructural gigantescas sin que
el Estado ponga un peso. Y en el principal despacho de la Rosada lo saben bien,
salvo que se hayan olvidado de que el Estado no puso un mango para la
remodelación de la General Paz en 1997, obra que llevó a cabo Autopistas del
Sol, la misma de la Panamericana. Pero todo parece indicar que cada pesito que
se logra rescatar termina en cualquier nuevo gasto menos en ahorro. ¿No quieren
tocar a los empleados públicos? Ok, lo negociamos, pero en algo vas a tener que
cerrar la billetera ajena. No se puede estirar la frazada eternamente. Y este
no es un cuestionamiento al gobierno en sí, sino a todos los que quieren más
Estado y menos impuestos. Las dos cosas no se pueden.
¿Marcar todo esto es de ultraliberal desestabilizador en
busca de un complot? ¿En serio? Hasta Alfonso Prat-Gay ha comunicado sus
preocupaciones y no creo que alguien pueda acusar al excompañero de lista de
Victoria Donda de ser un ultraliberal.
Que un puñado de personas coincida en argumentos no es
síntoma de un plan desestabilizador. No es culpa de nadie que los que predican
el liberalismo tengan la educación suficiente como para saber expresarse por
sus propios medios. Puede que parezca un complot desestabilizador pero
permítanme sospechar de la inteligencia de quien cree que en el país con menor
cantidad de liberales por metro cuadrado del Mercosur exista la posibilidad de
que quieran o tengan ganas de hacerse con el Poder o, aún más incomprensible,
tengan deseos de que vuelva un kirchnerismo.
Mantener la coherencia no está en los genes argentinos, pero
lo que no se hereda se puede aprender. Se puede empezar con notar que no se
puede putear a los que te piden que dejes de mantener personas con la plata
ajena y, al mismo tiempo, putear a los que te piden que los mantengas porque se
quedan sin laburo. Tampoco es una cuestión meramente económica, porque basta
que un experto en cuestiones judiciales se pregunte cuándo van a dinamitar
Comodoro Py y construirlo de vuelta para que vengan a pedir paciencia porque
todo no se puede tan rápido. Tienen la hegemonía, tienen los votos y,
fundamentalmente, tienen el poder para renovarlo desde que juntaron los votos
en el Consejo de la Magistratura mucho antes de las últimas elecciones. Y lo
único que consiguieron hasta ahora es que Oyarbide se vaya a su casa a
disfrutar de su jubilación. ¿Cuándo sería el momento oportuno? Ganaron por
paliza y repito: ¿Cuándo sería el momento oportuno? ¿En 2023? No me parece una
solución aceptable ni conveniente dejar todo como está sin cambiar los
mecanismos institucionales de raíz y que quedemos siempre sujetos a que nos
toque en suerte un gobernante macanudo.
No se puede ser tan flojo emocionalmente como para creer que
criticar es pretender que vuelva el kirchnerismo. Repito: Choreaban y, además,
hacían daño. Y entre las cosas que más les criticamos fuera de la corrupción
estaba el déficit fiscal, la deuda pública y la emisión de bonos. Hoy tenemos
el doble de bonos que pesos y la deuda pública más alta de los últimos 25 años.
Además tomamos deuda a cuatro manos por encima de lo que podríamos llegar a pagar
apostando a algo que no sabemos si sucederá porque no somos dios ni manejamos todas
las variables del planeta. Capaz tienen alguna receta novedosa nunca aplicada
en el mundo y que desconocemos y todo saldrá bien. Por si fuera poco, en los
paquetes de medidas supuestamente reformistas, los consumidores la vemos pasar
sin modificaciones al impuesto a las ganancias, una inflación que nunca termina
de domarse y nuevos impuestos. Decirlo no es golpismo. Preguntarse qué van a
hacer con eso, no es desestabilizador. Que se insulte a los propios votantes
porque cometieron el horror de manifestar una duda, no es defender los valores
republicanos. Gobernar es eso: aprender a mantener el equilibrio entre
distintos intereses en una sociedad con tantas individualidades como
habitantes, mientras se hace lo que se tiene que hacer. Como el eslogan.
Giovedí. Ya no estamos en condiciones de seguir dejando
pasar oportunidades.
Publicado por Lucca
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