Alberto Nisman |
Por Héctor M. Guyot
Estamos más cerca del agujero negro de la muerte del fiscal
Nisman . Y al asomarnos vemos que es un agujero muy oscuro, el más negro de
todos. Posiblemente, aquel por el cual los años del kirchnerismo pasarán
tristemente a la historia.
Resume, en una muerte trágica, la perversión de un
sistema enfermo que fue degradado aún más, hasta límites insospechados, por las
prácticas que se instalaron en la cima del poder durante los doce años que duró
el gobierno anterior. Corrupción, mentira y muerte. Da vértigo asomarse a esa
agujero negro de fondo todavía incierto. Y hay una razón: no es parte de un
pasado resuelto, sino de un presente con el que hay que convivir a diario, en
el que también duelen la multiplicación geométrica de la droga, el fantasma de
una generación perdida por la falta de horizontes, la disolución de los lazos
sociales y el desmantelamiento de la confianza en la autoridad. Todos legados
de una década que se fue después de disolver con su praxis la cultura que da
entramado a la vida en comunidad.
Once fue un crimen horrendo. Ocupados en desviar fondos
hacia las valijas del latrocinio organizado, funcionarios corruptos y
empresarios sin escrúpulos abandonaron el mantenimiento de los trenes hasta que
una de esas formaciones, convertida como casi todas en un montón de fierros
viejos donde la gente se hacinaba como ganado, no frenó cuando debía y provocó
la muerte de 52 personas. El crimen de Nisman fue otra cosa. Hay que
inscribirlo en la saga del atentado a la AMIA, en el que murieron 85 personas,
y hay que leerlo junto a la denuncia por encubrimiento contra la entonces
presidenta Cristina Kirchner, que el fiscal estaba por hacer en el Congreso.
Las muertes de Once son la consecuencia irreparable del robo y el desprecio por
el otro. La muerte de Nisman, también irreparable, cifra una historia donde la
ambición y la mentira alcanzan dimensiones de tragedia griega, en las que
simples humanos que se creen dioses llaman, con sus transgresiones, a la
desgracia y la furia divina.
Tuvieron que pasar casi tres años para que se confirmara lo
que la mayoría, en silencio, sospechaba o sabía. Antes hubo que sacarles el
expediente a la jueza Palmaghini y sobre todo a la fiscal Fein, que en lugar de
deducir desde el primer día lo que decían las pruebas se ocupaban, según
parece, de diluirlas, y luego de neutralizar su elocuencia dejando que pasara
por ellas la lima del tiempo, que todo lo borra, un recurso que conocen bien en
Comodoro Py. Allí, a la justicia federal, debió ir la causa desde el principio.
Era la muerte de un fiscal. Que, además, acababa de hacer una denuncia
gravísima contra la presidenta. Pero en ese entonces Justicia Legítima era una
máquina aceitada. Y aturdía la voz de Aníbal Fernández, que insistía en que el
fiscal se había suicidado. El motivo, según el ministro del Interior, era
obvio: el "bodoque" que contenía la acusación de traición a la patria
contra su jefa lo había avergonzado hasta tal punto que Nisman no tuvo más
alternativa que quitarse la vida.
Hoy se sabe que esa denuncia era sólida. Y a Nisman, dicen
los peritos y confirma el fiscal, lo mataron dos personas, después de golpearlo
y drogarlo. Con el arma "amiga" que le llevó Diego Lagomarsino. Ahora
el técnico informático será indagado como supuesto partícipe necesario del
asesinato, que habría ocurrido mientras los custodios miraban para otro lado.
¿Hacían falta tres años para cambiar la carátula?
En el agujero negro del caso también está la Justicia. Y
quizá sea esa la zona más negra y profunda. La que permanece en las sombras
mientras los gobiernos, incluso el último, pasan. La que distribuye el juego y
vende las indulgencias. Los funcionarios roban, compran su absolución a los
jueces con lo robado, y al final los jueces pasan a retiro con su propio botín
más una jubilación privilegiada. En el vértigo de este negocio el país se hunde
y luego los jueces incorregibles reeditan aquella fábula del pastor atribuida a
Esopo: tanto han mentido que nadie les cree cuando hacen lo que debieron haber
hecho hace años. Por este dato hay quienes llegan, mediante una lógica dudosa,
a objetar las últimas detenciones de la corrupción kirchnerista. Más vale tarde
que nunca, creo yo. Sobre todo en las causas donde la acumulación de pruebas es
obscena. Sanear la Justicia es otra cosa y llevará más tiempo.
Mientras, los jueces y fiscales que cumplen con su trabajo
hacen mucho por conjurar, con su valor, los agujeros negros que todavía nos
acechan. Detrás de ellos está la sociedad argentina, que por fin parece haber
entendido que la corrupción del sistema y la consagración de la impunidad son
la raíz de nuestros males.
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