Por Fernando Savater |
En la búsqueda a veces angustiosa del tema nuestro de cada
día, los columnistas tenemos siempre a mano la tentación más gratificante para
quien firma y menos para quien lee: hablar de uno mismo. Esas confidencias nos
dan un íntimo contento narcisista aunque su interés sea más que dudoso: para
hacer un relato del yo que merezca la pena hay que ser por lo menos Montaigne y
no suele ser el caso.
Pero en cambio tiene la ventaja de que en ese terreno nos
sentimos por fin seguros. Sobre cualquier otro asunto pueden discutirme mi
competencia, pero cuando hablo de mí... Precisamente esa invulnerabilidad hace
la cuestión tediosa. Sin embargo, a veces es el mejor refugio frente a una
actualidad demasiado contaminante y de la que nadie que se meta a fondo sale
incólume. En caso de asedio planto el pendón de mi yo (como según Ortega hacía
Unamuno en los debates) y que los demás sigan con sus banderías... y sus
banderillas, a menudo de fuego.
Es una actitud hoy frecuente ante el separatismo catalán.
Los opinadores bordean con cuidado las cuitas públicas pero nos detallan con
fruición las que les afligen personalmente. Su repudio de los unos, su rechazo
de los otros, su mortificación al ser tenidos por equidistantes. La DUI es un
abuso, el 155 una desmesura, escaparse a Bruselas una vergüenza, aplicar la
prisión preventiva a los no huidos una falta de tacto político. ¡Y además ellos
sufren, incomprendidos, acusados y acosados por los hunos o los Unamunos!
Necesitan tiempo para analizarse, tendidos en el diván de su columna, con una
mueca irónica que oculta su desazón, su profundo, definitivo, irremediable “¡y
yo que sé!”. Esperando en posición horizontal la vuelta de la línea clara, con
el enemigo a la derecha...
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