Por Giselle Rumeau |
Le propongo tomarse un minuto y dejarse llevar por la magia
del juego: ¿se imagina a Cristina Kirchner disertando por el mundo sobre los
principios republicanos y la calidad institucional como lo hace el ex
presidente de los Estados Unidos Barack Obama? ¿O a Carlos Menem como miembro
de La Fundación Círculo de Montevideo, creada en 1996 por el ex presidente del
Uruguay, Julio María Sanguinetti, e integrada por Fernando Henrique Cardoso (ex
presidente de Brasil), Felipe González (de España), Ricardo Lagos (de Chile),
Álvaro Uribe (de Colombia) y Ernesto Zedillo (de México)?
¿Puede ver a Fernando
de la Rúa relatando en congresos internacionales su experiencia y salida
anticipada del poder? Es probable que no lo logre ni en sueños. Sea por
ineptitud o por corrupción, casi ninguno de los ex presidentes con vida en la Argentina
son ejemplo de nada. Aún así, lejos de jubilarse y dejarle lugar a lo nuevo,
siguen ligados de alguna forma u otra a la vida política, prendidos a cargos
del Estado como garrapata.
Se sabe: los ex mandatarios suelen resistirse al olvido, a
quedarse en el llano para siempre. Desde el retorno de la democracia, todos
ellos continuaron con su vida política, a excepción de Fernando de la Rúa, que
tras el escarnio público, se fue a su casa. Eduardo Duhalde intentó volver por
más al presentarse en los comicios presidenciales de 2011, pero apenas obtuvo
un magro 5,8% de los votos. El resto, Raul Alfonsín, Carlos Menem, Adolfo
Rodriguez Saá, Néstor Kirchner y ahora, Cristina Fernández, se conformaron con
una banca en el Congreso.
Lo peor es que no es un mal característico de estos tiempos.
Se trata, en verdad, de un viejo defecto argentino que ya forma parte de
nuestra idiosincrasia. En su libro Mirá vos, el abogado constitucionalista
Félix Lonigro recuerda que el 45% de los 33 presidentes constitucionales ejercieron
cargos públicos tras haber llegado al sillón mayor. Sólo 14 se retiraron, entre
ellos, Julio A. Roca, Hipólito Yrigoyen, Marcelo T. de Alvear, Arturo Frondizi
y Arturo Illia.
¿Por qué alguien que logró colmar la máxima aspiración
política pretende luego convertirse en diputado, en senador o en ministro?
"La Constitución Nacional asigna a los presidentes la posibilidad de
repetir la experiencia cuantas veces quieran. La única limitación es que no se
pueden ejercer tres mandatos seguidos. Esto ayuda a que ningún ex mandatario
tome la decisión de retirarse definitivamente", explica Lonigro.
Hay quien argumentará que no sabe hacer otra cosa, que su
vocación política es inmensa y que aún se siente "útil a la Patria".
Otros, aunque jamás lo reconozcan en voz alta, sólo tendrán como único objetivo
hacerse de fueros parlamentarios. Si uno piensa en las cinco causas en la que
se encuentra inmersa -varias de ellas por enriquecimiento ilícito- es fácil
creer que la candidatura de Cristina Kirchner buscó esa inmunidad para evitar
la prisión.
Aunque el sistema judicial recursivo que estira eternamente
el proceso penal la ayuda más que los fueros. Le pasa también a Menem, quien en
2013 -dieciocho años después de cometido el delito- recibió una condena de
siete años de prisión por el tráfico ilegal de armas a Ecuador y Croacia
ocurrido durante su gobierno, que aún no tiene sentencia firme. Cuando la Corte
Suprema se expida, los fueros evitarían que vaya preso salvo que la Cámara Alta
proceda a quitarle esa inmunidad de arresto.
Pero no todos los casos de ambición eterna se explican por
la búsqueda de fueros. Incluso el más honesto de todos, Raúl Alfonsín, no pudo
resistirse a la embriaguez de la vida pública, pese a no necesitar esa
inmunidad parlamentaria. Cuando asumió comos senador por la provincia de Buenos
Aires en 2001, renunció a la remuneración que le correspondía porque ya recibía
la pensión como ex jefe de Estado. Monto que en la actualidad ronda los $
180.000.
A esta altura del relato, algo es claro: cualquier ser
inteligente que habite la tierra aspira al poder. El problema es que el poder
genera siempre adicción, más allá de la forma en que cada uno lo exprese. Según
repiten los psicólogos, este trastorno suele darse en aquellos líderes que se
valoran por encima de los demás y tienen un comportamiento prepotente y
arrogante, con una gran dosis de narcisismo, megalomanía y paranoia, por lo que
ven enemigos en todas lados. Al ex presidente o presidenta que le quepa el
sayo, que se lo ponga.
Mal de muchos
No es un consuelo pero el deseo reeleccionista existe en
casi todos los presidentes de los países latinoamericanos. Incluso se concreta
en aquellos en donde no estaban acostumbrados a los retornos, como Uruguay y
Chile y los nuevos mandatos de Tabaré Vázquez y Michelle Bachelet,
respectivamente. En los países parlamentarios también es común que los primeros
ministros se mantengan activos. Pero este fenómeno no sucede en los Estados
Unidos ni en México. ¿Qué hicieron allí para limitar esa ambición?
"En ambos países se creó una tradición que prohíbe la
participación en política de ex mandatarios. No podrían hacerlo porque está mal
visto. Hay una suerte de norma no escrita por la que se convierten en una
institución pública y no tiene que hacer otra cosas que trabajar de ex
presidentes, porque integran consejos de asesores y forman parte del ceremonial
de Presidencia como invitados de los actos en primera fila", explica el
politólogo Julio Burdman.
En los Estados Unidos, ser ex tiene sus beneficios. Los
jefes de Estado salientes reciben desde hace varios años una pensión vitalicia
superior a los u$s 200.000 anuales. Y a esto se suma la facturación millonaria
por los libros de memorias y discursos en los que cuentan su pasado como
líderes de la potencia del Norte.
No es todo. Según Burdman, para poder retirar a un ex
presidente de la vida política, "se necesitan algunos aspectos culturales
y un marco de contención y respeto, del que estamos muy lejos".
"Zedillo se fue a la Universidad de Columbia pero es habitual en ese país
que se le den cargos en la vida académica. Varios de ellos fueron presidentes
del Fondo de Cultura Económica. Y en algunos países de Europa, como España y
Alemania, es común que las empresas les ofrezcan integrar sus
directorios", resalta el politólogo.
Son pocos los caminos. En la Argentina habría que limitar la
ambición reeleccionista y los cargos públicos para quien alcanzó el máximo
poder con una reforma de la Constitución Nacional, algo improbable en estos
tiempos. O -como sucede en los Estados Unidos- lograr un cambio cultural y que
la opinión pública modifique ese hábito insano. No sería tan descabellado.
Hasta hace 40 años, gran parte de los argentinos salían a golpear la puerta de
los cuarteles cuando un gobierno le resultaba intolerable. A nadie se le
ocurría hoy pedir por una dictadura militar, por más crisis económica que se
padezca. En los últimos años, la democracia adquirió un valor fundamental entre
los ciudadanos. Quizá también algún día, la corrupción y el intento hegemónico
de querer perpetuarse eternamente en el poder -en el cargo público que fuera-
sea mal visto por todos.
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