Hay nombres en
danza para ocupar el lugar de Abad. Pero
el Presidente decidió ayer que por
ahora continúa.
Por Roberto García |
Sea por tardanza o imprevisión, Macri se atraganta con un episodio
de su gestión. Justo en su esplendor, en la semana en que parece más atlético y
poderoso, inalcanzable hasta para los propios, como suele ocurrir cuando un
presidente argentino regresa de un viaje por EE.UU.
Cargado de elogios, promesas y préstamos. Lugar encantado
para transformarse en príncipe, casi Disney de la política.
Fue ese periplo un
anabólico para avanzar en su plan reformista, imponer condiciones a los
gobernadores (negociar uno por uno, como si fuera el FMI con sus países
deudores), limitar a los sindicalistas y el entourage de abogados en su
próspera y tradicional forma de vida (todos hablan en tono grueso fuera de la
Casa Rosada, pero son Farinelli en su interior), achatar ingresos de jubilados
o podar módicos recursos en su administración, entre otras lindezas.
Pero la espuma y el vértigo del éxito –todo lo importante sale, aunque
cederemos algunas partes, repiten– no ocultan un sismo estancado en el
Gobierno: la titularidad de un organismo clave como la AFIP, con
Alberto Abad a la cabeza, parece resquebrajada. Y la secuela de
ese turbión, además de interminable, complica al mandatario.
Se filtró. Cuando Página/12 reveló una breve nómina de familiares de Macri que
regularizaron su millonario patrimonio con el blanqueo, esa
infidencia provocó la natural renuncia de Abad, hombre especializado en
tributos que supo trabajar con Bauzá y Duhalde en épocas pretéritas. Se
consideraba responsable de esa fuga escandalosa. A pesar de la furia por la
filtración, el Ejecutivo lo mantuvo en el cargo a la espera de una
sedimentación del caso: eran tiempos de elecciones. También se sospechó que, al
margen de la improvisada seguridad informática de Abad, éste había sido
víctima de una celada política. Como el Presidente. Decisión en suspenso,
por lo tanto.
Luego del episodio, el mandato del funcionario ya era un plazo fijo a
concluir, lo que empezó a confirmarse hace más de 15 días cuando este diario lo
informó y luego trascendió que el titular del Banco Provincia, Juan Curuchet,
lo reemplazaría. Con un adicional: uno de los gerentes de la AFIP, Jaime
Mecikovsky, de dilecta confianza y comunicación con Elisa Carrió, estaba posicionado para
ascender varios escalones en la cúpula.
Mecikovsky es el autor de un informe de 500 páginas que involucró al
jefe anterior,Ricardo Echegaray, por favorecer en el
organismo maniobras del empresario del juego y otras yerbas Cristóbal
López. Estos movimientos ya eran conocidos por Abad y sus cercanos, que
advertían los cambios como un hecho consumado. Incluso más de uno pensaba –si
le ofrecían– no acompañar a Curutchet en la gestión por considerarlo con escasa
idoneidad impositiva.
Quizás por esa razón se borró Curutchet como candidato y apareció, por
obra y gracia de Horacio Rodríguez Larreta, otro eventual sucesor:
el economista Franco Moccia, ministro de Desarrollo Urbano y Transporte
porteño, un ex Citi (igual hay cambios: este lunes asume como directora de
informática Sandra Rouget, extraída de Anses). Si se produce lo de Moccia,
indicaría además que Larreta y Macri han superado ciertas asperezas que se
justificaban –los que no saben explicar las diferencias– en el disgusto
presidencial por la instalación en las plazas capitalinas de cabinas
transparentes con mascotas.
Abad pasó de único responsable por la difusión de secretos a convertirse
en un adalid en la lucha contra colegas del Gobierno que auspiciaban arreglos
impositivos. La consigna “no pasarán” comenzó a tomar cuerpo en su círculo y,
en apariencia, hizo naufragar el interés por aliviar a grupos deudores vinculados a Cristóbal López,
Hugo Moyano o autoridades del Correo. Nadie cree que esas gestiones fueran
impulsadas solo por los privados complicados. Y Abad, en todo caso, por este
nuevo fenómeno de denuncias puede retirarse por la puerta grande, no por la
claraboya.
Ayer, sin embargo, la escalada del conflicto obligó al Presidente a una
definición: por ahora no lo cambia, es más lío su reemplazo.
Cuidado. Queda otro agravante en esta saga de la AFIP: antes de la publicación
de la escueta hilera de blanqueadores presidida por hermanos de Macri, el dueño
del diario que la publicó –el sindicalista Víctor Santa María– parecía
condenado a prisión por anomalías administrativas, por lo menos era voz pópuli
esa chance, antes de que la Justicia ensombreciera al Pata Medina, De Vido y Boudou.
No ocurrió ese desenlace desagradable. Sin embargo, para algunos hoy
dispone de indemnidad por poseer la restante y preciada documentación. Hay
mucha gente con perfil bajo, del oficialismo sin duda. Casi un
operativo de inteligencia esa difusión, si se hace caso a los protocolos del
rubro, por el cual una simple muestra informativa permite imaginar catástrofes
que se pueden evitar, siempre y cuando se negocie más tarde.
Son versiones, claro, pero debe recordarse que el mismo Santa María parecía aterrado por las derivaciones judiciales que se anunciaban en su contra y, para descomprimir ese tormento, hasta se allanó a un reportaje poco feliz en el programa de Lanata, en el cual sus confesiones merecieron por lo menos la calificación de “inhábil declarante”, como se dice en la jerga policial.
Más que eso, seguramente, pesó la divulgación de la lista impositiva, que tal vez ha sido un bálsamo para la situación procesal del sindicalista-empresario. Al menos, ese hecho pareció apagar determinadas inquietudes de vindicta, transformando en rehenes a algunos de los aparecidos y a otros sin aparecer. Lo curioso es que, al revés de los frustrados López, Cristina, Garfunkel, Ferreyra, Szpolski y otros bisoños lanzados al ejercicio periodístico, por ahora a Santa María le debe parecer que la mejor inversión que ha hecho ha sido en los medios. Tal vez no sólo sirvan para informar.
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