Por Carlos Gabetta (*) |
La muy saludable conmoción internacional provocada por dos
escándalos mayores, las denuncias de acoso y chantaje sexual en Hollywood y los
paradise papers, corre el riesgo de quedarse en eso; en escándalos pasajeros
que revelan cosas que casi todo el mundo sabía, pero que toleraba por
conveniencia, cobardía o íntima aprobación.
Esto vale tanto para las agresiones y chantajes sexuales
como para la evasión fiscal, Odebrecht o los escándalos de pedofilia y
financieros del Vaticano. Lo que está ocurriendo o, mejor, lo que está siendo
revelado en el ámbito de la relación mujer-hombre y Estados-ciudadanía-poder
económico es el principio de un cambio profundo y de larga duración, porque es
cultural. Por rápido que vayan las denuncias, los castigos y la aprobación de
nuevas leyes, el riesgo es quedarse navegando en la espuma de esos cambios.
Lo de Hollywood es en efecto un escándalo de positivas
secuelas. Pero aunque ha estallado hace ya tiempo, los medios, con alguna
excepción, no han iniciado investigaciones serias sobre el asunto en la clase
trabajadora, empresas o Estado. Convengamos en que, ante un chantaje sexual, no
es lo mismo lo que se juega una trabajadora de servicios, industrial o
administrativa, con hijos y a veces hasta marido que mantener, que una joven
aspirante a estrella de Hollywood con estudios y familia, cuando no portadora
de apellido.
Los medios tampoco se ocupan demasiado por establecer grados
de agresión: siendo el acusado un “famoso” dará lo mismo que lo acusen de
violador que de “mirada lasciva”. Es su nombre el que hace el título. Ni hablar
de la presunción de inocencia. Tanto en los medios como en la opinión, están
condenados. El caso de Weinstein es obvio por la gravedad y número de los
cargos, pero otros altos personajes se han visto obligados a renunciar o han
sido despedidos antes de que un juez se pronunciara; incluso antes de que se
hubiera establecido el nivel de veracidad y gravedad de la acusación. Es cierto
que en la mayoría de los casos los acusados no han podido o querido negar los
cargos y que las acusaciones acaban siendo varias. Pero hasta los peores
criminales tienen derecho a la presunción de inocencia.
Y aquí viene lo de “cambio cultural”. En el punto de la
historia en que estamos, al menos en Occidente, una violación es un crimen y a
partir de allí existe toda una gama, hasta asuntos de difícil evaluación, como
una “mirada lasciva” o un piropo. ¿Vamos a acabar metiendo todo en la misma
bolsa? Algo de eso está pasando. En Estados Unidos, muchos hombres rehúsan
entrar solos en un ascensor con una mujer, por temor a alguna acusación de ese
tipo. Algunos profesores universarios se han visto acusados de misóginos o
racistas por reprobar en un examen a una mujer o a un negro. “Ahora ya no los
llamamos negros, sino afroamericanos, pero siguen ganando la mitad del salario,
y de eso no nos ocupamos”, dice más o menos Robert Hughes en La cultura de la
queja (Anagrama, Barcelona, 2002). Es también el caso del salario femenino.
Más de lo mismo con los paradise papers. Gran conmoción mediática,
algunas renuncias y despidos, pero ninguna propuesta internacional seria para
acabar con un problema que ningún país puede resolver por sí mismo. Salvo
alguna opinión, los medios tampoco ponen el tema sobre el tapete. Es que el
mundo de hoy no lo manejan Estados ni dirigentes políticos, sino el enorme
poder económico de grandes empresas y personajes, también dueños de medios de
comunicación; un inextricable entretejido. Se han invadido países con un costo
de miles de muertos, pero las islas Caimán podrían ser tomadas por un
destacamento de policía. Es que en los primeros había petróleo; en los paraísos
fiscales están las fortunas del verdadero poder político mundial, que deben
preservarse.
Todo esto da para mucho más, pero se trata de no quedarse en
la espuma de las cosas, como advertía Paul Valery.
(*) Periodista y escritor
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