Caetano Veloso junto a la actriz Sonia Braga durante la protesta en apoyo a familias del Movimiento de Trabajadores sin Techo, el 30 de octubre. (Foto / France Press) |
Por Carol Pires
Parece una ironía cabalística que 2017 —año del
avance conservador en Brasil y en el mundo— coincida con el 50º aniversario
del Tropicalismo, un soplo de irreverencia y
liberación en la cultura brasileña de fines de los años sesenta y que fue
encabezado por artistas que aún hoy se mantienen en la vanguardia musical como
Caetano Veloso y Gilberto Gil.
Según el antropólogo Luis Eduardo Soares, esa
corriente de contracultura ayudó a que Brasil se volviera “menos provinciano y
racista que hace medio siglo”. ¿Pero podemos en verdad estar seguros de que
Brasil ya no es un país atrasado?
Cuando Veloso cuenta en su libro Verdad
tropical sobre sus meses preso en los sótanos de la dictadura,
describe Brasilia, la capital, como “casi desde siempre el centro del poder
abominable de los dictadores militares”. La frase sigue siendo definitoria. Hoy
no son los militares, sino los grupos evangélicos y ruralistas –los más fuertes dentro del
parlamento– los que han secuestrado la agenda nacional. Y están llevando
adelante una especie de contrarreforma. Este año los brasileños hemos visto
cómo el gobierno de Michel Temer promovió la disminución de derechos laborales,
la flexibilización de reglas de preservación ambiental y de la fiscalización
del trabajo esclavo. Pero, en realidad, la contrarreforma va más allá de lo
político y económico: es también social, religiosa y cultural. Al contrario de
la Tropicália, el soplo es represor y reaccionario.
Hace poco, grupos de jóvenes marcharon contra la
libertad artística y en nombre de la “moral y las buenas costumbres”. Aunque el
motivo parezca diferente, el impulso es semejante: como los militares, esos
grupos quieren restringir la libertad. Y Caetano vuelve a ser uno de los
blancos cincuenta años después de haber estado preso por sus canciones irreverentes.
El músico siempre ha sido un observador atento,
alguien que se siente cómodo en su papel de crítico. Protestó contra el juicio
de destitución de Dilma Rousseff y ha estado a la vanguardia en las críticas
contra el gobierno de Michel Temer. En un momento en que el horizonte político
está nublado, han sido él y Paula Lavigne, su pareja, quienes han tomado en sus
manos la tarea de organizar discusiones con artistas y líderes políticos de
distintas banderas para discutir el futuro del país y campañas en internet en
contra de retrocesos sociales promovidos por el gobierno. Con su marido como
portavoz, Lavigne, quien es también una empresaria exitosa, parece haber
encontrado como activista política de la clase artística una segunda vocación.
Pero aunque parezca una quijotada romántica, es
irónico que sea Caetano, a los 75 años, uno de los pocos que quiere organizar
el movimiento de oposición al gobierno. Los jóvenes de izquierda se han
mostrado indiferentes frente a estos grupos que actúan como ariete de la derecha
retrógrada. Pero si no se unen al combate en contra el retroceso social, no
tendrán la menor posibilidad de ganar esa guerra. Los signos empiezan a
aparecer por todos lados.
En octubre, la exposición QueerMuseu, en Porto Alegre, cerró
de improviso por presión del Movimiento Brasil Libre. Este grupo
neoliberal nació como el principal promotor de las protestas a favor del juicio
político de Dilma Rousseff y se convirtió en un agente importante en el tablero
político. Para ellos, la exposición —una retrospectiva de las artes brasileñas
desde la perspectiva de las minorías LGBT— es una apología a la pedofilia y el
bestialismo, un argumento que fue negado por las autoridades.
El caso fue el centro de un furioso debate en las
redes y en los diarios. Pero eso no fue suficiente. La cólera moralista también
se volcó contra el Museo de Arte Moderno de São Paulo, donde una niña
acompañada por su madre le tocó el pie a un artista desnudo que hacía un
performance. En Jundiaí, a una hora de la capital paulista, un juez prohibió la
exhibición de la obra “El evangelio según Jesús, reina de los cielos”, alegando
que un travesti no podría interpretar al personaje de Jesucristo.
Caetano Veloso y Paula Lavigne, madre de sus dos
hijos más jóvenes y también su representante, reaccionaron a esta oleada de
censura. Ella organizó el movimiento #342Artes, una
continuación de un movimiento anterior, que intentaba convencer a un mínimo de
342 diputados de votar para enjuiciar al presidente Temer por corrupción. Los
diputados salvaron a Temer, pero el movimiento continuó presionando por otras
causas. Tras movilizaciones de artistas y celebridades que apoyan a #342Artes,
Temer se vio forzado a derogar un decreto que flexibilizaba reglas de
protección ambiental.
Cuando los ataques a los museos empezaron, Lavigne
entró de nuevo a la refriega con el #342Artes. El MBL contraatacó:
desenterraron una entrevista en que Lavigne contaba que había tenido su primera
relación sexual con Caetano cuando ella tenía 13 años y él 40. El nombre de
Caetano terminó en las principales tendencias de Twitter con la
etiqueta #CaetanoPedófilo.
Es común que las nuevas generaciones quieran romper
con el pasado para hacer algo nuevo. El propio Caetano simbolizó la
contracultura de su tiempo. Pero las juventudes reunidas en torno a movimientos
como el MBL no proponen nada nuevo o mejor: promueven la rabia sin debate. El
ataque contra Veloso es personal. Y bajo.
Caetano y Paula se conocieron casi tres
décadas antes de que la relación con
menores de 14 años fuera tipificada como delito. Es más: su relación
ha sido legitimada por el tiempo. Pero la estrategia de combate de estos grupos
es desacreditar a quien defiende ideas distintas para desmoralizarlo y anular
su discurso. Detrás de sus campañas basadas en datos incorrectos o
informaciones falsas como las que acusan acciones de pedofilia, esconden el
hecho de que pidieron la cabeza de Rousseff por corrupción, pero hoy apoyan a
Temer, el primer presidente denunciado por corrupción en el ejercicio del
cargo; que lograron apoyo al juicio de destitución, pero no a las reformas para
disminuir el peso del Estado a costa de los derechos sociales.
En una escena de Verdad Tropical, Caetano
es llevado a hablar con un general, quien le comenta sobre el “insidioso poder
subversivo” de la obra de los tropicalistas. “Decía entender claramente que lo
que Gil y yo hacíamos era mucho más peligroso que lo que hacían los artistas de
protesta con su compromiso explícito y ostentoso”, escribió Caetano. O sea: el
problema no era lo que cantaban, sino la liberación de los cuerpos y del sexo
que profesaban. Cincuenta años después, la historia se repite con leves
variantes. En medio de una división social sobre el rumbo de la política y la
economía, grupos como el MBL distraen a la opinión pública apelando al
moralismo de la sociedad. Es la hora de la farsa.
La semana pasada, acompañé a Caetano y a Paula
durante su visita a un campamento del Movimiento de los Trabajadores sin Techo
(MTST), en São Bernardo do Campo, São Paulo, donde viven alrededor de ocho mil
familias sin casa. Días antes, en una fiesta en Río, el músico, un mito
viviente, había visto a Madonna arrodillarse a sus pies en señal de devoción.
Ahora, estaba sentado en un banco de madera rústica esperando para sacar su
mejor arma –la música– en busca de lograr apoyo popular al problema del déficit
habitacional. Para lograrlo precisaba, sin embargo, vencer la ofensiva de la
alcaldía de la ciudad que buscaba impedir el concierto.
El sol de la tarde ya caía afuera cuando Lavigne
llegó confirmando que una jueza argumentaba que el local no era seguro para
los asistentes y había establecido una multa de 500.000 reales si no cumplían
su orden de suspenderlo. Caetano no compró la justificación. “Lo que querían
era encontrar una manera de prohibir”, dijo. Desde la dictadura, no se le había
prohibido cantar al músico. Después de un breve discurso en el que prometió
presentarse otro día, se marchó vestido con su camisa de camuflaje militar,
como si hubiera querido dejar claro que está listo para el combate.
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