Por Jorge Fernández Díaz |
Se necesita un investigador histórico con pulso de novelista
policial para escribir el libro de este viernes electrizante en que sobrevino
la veda política y comenzó la autopsia, con ciudadanos sometidos desde temprano
al suspenso y a la angustia del voto bajo emoción violenta, la toma de una
municipalidad a manos de un grupo armado con piedras y molotov, la brusca
confirmación de que el muerto era quien parecía, las acusaciones doloridas y
rabiosas de los familiares de la víctima contra el propio presidente de la
Nación, el fracasado intento de generar una rebelión popular contra la
"dictadura" del gobierno constitucional, y en los estertores de la
jornada, la gran vuelta de tuerca: el cuerpo por fin habló y dijo que no tenía
signos de ahorcamiento, ni de golpes, tormentos, tiros o puñaladas, y que
posiblemente Santiago Maldonado se ahogó hace dos meses y medio en las heladas
aguas del Sur.
A partir de este desenlace de rigor científico, habrá que
revisar todo de nuevo. Con prudencia y escrupulosidad, pero también con
determinación: el montaje político y mediático que se desplegó mientras se
llevaba a cabo la campaña electoral, los prejuicios y las mentiras que se
profirieron como verdades absolutas, los errores tácticos de una administración
poco acostumbrada a lidiar con estos menesteres, el zigzagueante y a veces calamitoso
servicio de justicia y la gravísima actuación de una organización indigenista
con rasgos insurreccionales que no reconoce la Constitución nacional ni la
democracia argentina ni el Estado de Derecho, que es apoyada alegremente por el
trotskismo y por una progresía hueca, y que para algunos cristinistas
trasnochados representa incluso una luminosa vanguardia revolucionaria,
entroncada con los chavismos "emancipadores" de América latina.
Habrá que aguardar con paciencia los resultados finales de
los peritajes y el dictamen del nuevo juez de la causa, pero prima facie para
la opinión pública el concepto "desaparición forzada" se licuó en una
sola noche, la conjetura de que el cadáver fue "plantado" perdió
consistencia, el testigo que vio cómo los gendarmes presuntamente lo subieron a
una camioneta corre el riesgo de ser acusado de "falso testimonio" y
la sospecha de "encubrimiento" pasó como un rayo de las fuerzas de
seguridad a la "resistencia mapuche". Que a todas luces puso
obstáculos para la instrucción de la causa desde el primer segundo. Y a cuyos
miembros ciertas autoridades, organismos de derechos humanos y una parte de la
sociedad les perdonaron camelos, intimidaciones, ataques, vandalismos, trampas,
bloqueos, armas blancas y capuchas en el contexto de una pesquisa de dimensión
humana y relevancia institucional. Es imborrable la escena de fanáticos
embozados, con palos y cuchillos, vigilando con la anuencia del Poder Judicial
a los buzos y a los bomberos que rastrillaban el río Chubut en busca de Maldonado.
Entre los adoradores descerebrados de lo "políticamente
correcto", los alienados del neosetentismo y los militantes que trabajan
para el helicóptero, las evidencias recogidas no significan mucho; aquí
funcionará siempre lo religioso. Que nunca un peritaje te arruine una buena
conspiración: si los gendarmes no hubieran actuado en el terreno, la víctima
jamás habría tenido que escapar y, por lo tanto, no se hubiera ahogado. No
importa si el asunto es doloso o culposo, o si se trata de un accidente fatal;
la Gendarmería lo mató, y lo hizo porque vivimos bajo un Estado terrorista, y
porque Macri es Massera. Esa desmesura simplificadora juega con los traumas de
nuestra historia más ominosa, pero no reconoce ningún matiz. Para empezar, una
cosa era un crimen cometido por un puñado de integrantes de una fuerza de
seguridad, al estilo a que nos tienen lamentablemente acostumbrados ciertas
policías, y al modo en que se producen en muchos países dentro de sus propios
ejércitos. Y otra muy diferente era pretender que estábamos en presencia del
comienzo de un plan sistemático, como se sugería o directamente se proclamaba:
este programa económico sólo cierra con represión, decían, y entonces
imaginaban un secuestro seguido de tortura y muerte, al estilo régimen militar,
que por supuesto se perpetraba con la complicidad manifiesta del Poder
Ejecutivo.
El oficialismo habría podido ahorrarse días de jaqueca si
desde el inicio de los acontecimientos hubiera puesto preventivamente en
disponibilidad a los efectivos, aunque luego los rehabilitara si eso
correspondía. También si Macri hubiera tejido una relación personal con la
familia Maldonado, a la que debió contener y consentir desde el primer
instante; aun en su polémico reclamo de formar una comisión internacional que
despejara dudas: si temía una infección del militantismo kirchnerista, tenía
las chances de aportar a esa empresa expertos propios incuestionables, como
Ricardo Gil Lavedra. Pero el caso no movía el amperímetro de las encuestas y
entonces el macrismo se confió y se contentó con ser un auxiliar de los
tribunales; dejó crecer así el asunto, hasta que éste cobró visos de crisis
política. Cambiemos debe reflexionar profundamente acerca de todo este
episodio, más allá de que los números comiciales le terminen dando un triunfo y
le borren el mal sabor. No todas las preocupaciones del "círculo
rojo" son irrelevantes, es imperioso confeccionar un protocolo sensible
alrededor de los derechos humanos del presente, deben estudiar cómo
relacionarse con la saga interminable del extremismo indigenista (preguntar al
gobierno de centroizquierda de Michelle Bachelet) y están obligados a calibrar
con sumo cuidado demandas contradictorias: restituir el orden en rutas y
calles, hacerlo con estas imperfectas fuerzas uniformadas y no producir, por el
camino, errores mortales ni violaciones a la ética o al Código Penal, porque
sus propios simpatizantes no están dispuestos a perdonar torpezas ni a
convalidar transgresiones luctuosas.
A pesar de que los tristes sucesos de la Patagonia no
guardaban relación alguna con la clásica protesta social ni con su denunciada
"criminalización", sino más bien con un fenómeno completamente nuevo
y exótico (Resistencia Ancestral Mapuche), los kirchneristas usaron a Maldonado
como piedra arrojadiza contra la Casa Rosada, se solazaron en su consignismo
machacón, jamás condenaron la naturalización de la intifada frecuente, se
asociaron de hecho con los violentos del Pu Lof y se expresaron muchas veces
por boca de dirigentes humanistas con camiseta partidaria, siempre más
interesados en el "proyecto nacional y popular" que en la verdad de
los datos. Estos personajes no se escandalizaron tanto por la muerte de Mariano
Ferreyra, ni por la desaparición aún hoy impune de Julio López, o las tragedias
de Luciano Arruga y Daniel Solano. Tampoco pusieron tanta energía en forzar la
renuncia de César Milani, hoy detenido por crímenes de lesa humanidad. Y por
supuesto, fueron incapaces de repudiar a su jefa idolatrada cuando ésta declaró
desaprensivamente que Nisman se había quitado la vida y también que había sido
asesinado, y cuando más tarde ordenó una feroz campaña para vejar la memoria de
la víctima, en uno de los procesos más crueles y siniestros que se hayan
dispuesto desde el Estado. La contaminación de aquella escena del crimen, su
chapucería sanguinolenta y sus peritajes sospechosos contrastan con el silencio
prudencial del Presidente, la firme decisión de "no matar al muerto"
y la cuidada autopsia de doce horas que parece darle un vuelco asombroso a esta
novela negra llamada Argentina.
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