Por Juan Manuel De
Prada
Tal vez lo más estremecedor de la crisis catalana sea la
desenvoltura con que partidarios y detractores de la independencia soslayan la
única línea de argumentación que nos confronta con la trágica magnitud de lo
que está ocurriendo.
Quienes defienden la independencia catalana la fundamentan
en un acto de voluntad soberana de una mayoría de catalanes. Quienes se oponen
a ella esgrimen la existencia de unas leyes que impiden tal alarde de
voluntarismo, que conculca la soberanía nacional. Pero lo cierto es que unos y
otros -más allá de que unos se fundamenten en el puro adanismo y otros al menos
se atengan al orden jurídico vigente- soslayan la cuestión medular.
Y es que ni unos ni otros son plenamente demócratas.
Defienden una versión oligárquica de la democracia, cuya titularidad atribuyen
en exclusiva a la generación presente: los partidarios de la independencia, a
la generación presente de catalanes (aunque ni siquiera han conseguido
demostrar que una mayoría de esa generación desee, en efecto, la independencia);
sus detractores, a la generación presente de españoles. Tal como especifica
nuestra Constitución, a los segundos los asiste, además, la legalidad vigente.
Pero lo cierto es que las leyes vigentes son puramente contractualistas: su
promulgación y reforma depende únicamente de aritméticas más o menos reforzadas
y consensos más o menos artificiosos, sin fundamento racional alguno y sin otra
‘legitimidad’ que el pacto establecido por una mayoría con capacidad de mando
(que, sin embargo, puede mandar cosas inicuas). La mejor prueba del carácter
adventicio de las leyes es que, cada vez que cambiamos de régimen político, su
presunta inamovilidad es instantáneamente fulminada.
Pero existe una forma de democracia mucho más plena.
Chesterton la llamaba la «democracia de los muertos». Y, a diferencia de las
formas limitadas de democracia que sólo dan voz a la «reducida y arrogante
oligarquía que, por casualidad, pisa hoy la tierra», se la brinda también «a la
más oprimida de todas las clases, que es la de nuestros ancestros». Seguramente
para instituir un impuesto o señalar un plazo administrativo baste el parecer
de nuestra generación, pero para comprender abarcadoramente las realidades
históricas desde luego no basta. Y es que tales realidades no han sido modeladas
de buenas a primeras por la generación presente, sino que en ellas se amasaron
muchos esfuerzos concurrentes y sucesivos de generaciones anteriores. Dejar al
arbitrio de una generación cualquiera ese esfuerzo compartido de las
generaciones previas constituye una de las aberraciones más características de
nuestra época, que sacrifica inconscientemente en el altar de un porvenir
ignoto fundado en ilusiones siglos de convivencia pretérita fundada en
certezas. Por supuesto, esta «democracia de los muertos» no puede mirar sólo
hacia el pasado; pero toda su mirada hacia el futuro se sustenta sobre la
experiencia que el pasado le procura (y a ese cimiento lo llamamos
civilización). Así puede llegar mucho más alto y más lejos que quienes utilizan
como trampolín el vacío, condenados a descalabrarse.
A lo largo de la Historia muchas veces los hombres desoyeron
insensatamente esta democracia de los muertos, prohibiendo el voto de sus
ancestros. No nos pondremos trágicos invocando desmanes que abrieron heridas
irrestañables entre pueblos biológicamente unidos, por la voluntad caprichosa o
beligerante de una generación. Pensemos, por ejemplo, en nuestro patrimonio
artístico. Durante siglos, nuestros ancestros consideraron que la mejor manera
de engalanar las iglesias consistía en pintar sus paredes con frescos que
sintetizaban, al modo de una catequesis iconográfica, la Biblia, desde el
Génesis hasta el Apocalispsis. Pero hubo una generación fatua y endiosada que,
allá por el siglo XVI, decidió que aquellas hermosas pinturas eran bárbaras,
toscas y demasiado chillonas; así que decidió rascar los frescos, encalar las
paredes y excavar en ellas capillas en las que pusieron hornacinas y altares.
Casi siempre aquella ocurrencia resultó, sin embargo, mucho menos hermosa que
los frescos destruidos. Y ahora nos tiramos de los pelos sólo de pensar que
hubo una generación con la sensibilidad tan estragada como para perpetrar
tamaña fechoría.
Eso mismo es lo que se pretende hacer hoy en Cataluña.
Aunque nos acallen, aunque traten de ahogar nuestra voz, los defensores de la
democracia de los muertos, que es la única válida para comprender las
realidades históricas, tenemos la obligación de hacernos oír, entre el chillar
de tanto demócrata vivales.
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