Por Natalio Botana |
Ganó Cambiemos. Y ganó muy bien, lo que respalda la opinión
de nuestros colegas Martín D'Alessandro y Ana María Mustapic: hoy estamos en
presencia de "una sólida reconfiguración del arco no peronista", que,
debido a su condición minoritaria en el Congreso, debe buscar "la
cooperación" de otros legisladores para impulsar reformas. Pese a un
notable aumento de diputados y senadores, Cambiemos aún está obligado a
concertar leyes.
Éste es el cuadro de partida, reforzado por el hecho de que
Cambiemos ha consumado la proeza de convertirse, en muy breve lapso, en un
partido nacional. Apoyado en estos resultados, el presidente Macri propuso el
lunes pasado la apertura de un ambicioso período de "reformismo
permanente". Hacía tiempo que no se escuchaban estos reclamos a favor de
una voluntad reformista que no fuese tributaria de la imposición, sino del
acuerdo. Pero un acuerdo exige tener en claro que no todo el espectro político
estaría incluido en esta empresa y que tampoco el país entraría, como por arte
de magia, en una temporada bendecida por la concordia.
Más que eso, el acuerdo (que, en rigor, sería una suma de
acuerdos sobre materias atinentes a las reformas tributaria, laboral,
electoral, judicial y educativa) debería entenderse como un proceso racional
para apuntalar dos coaliciones. Primero, una coalición compacta dentro de
Cambiemos, afianzando de este modo una confianza interna que ya ha dado
muestras de afrontar con efectividad la contestación política y social.
Segundo, una coalición más laxa con asiento en un trípode: el Congreso, el
régimen federal de las provincias y las organizaciones sociales, empresariales
y sindicales.
De la consistencia de la primera y de una oferta de
gobernabilidad, que no desfalleció en estos años conflictivos, depende la
conformación de un arco moderado para avanzar con temperamento reformista y
soportar un embate reaccionario que, por lo que parece, está para quedarse.
Esto es en parte producto de una polarización, ampliamente redituable para
Cambiemos, que conlleva el precio de depositar varios millones de votos en un
polo contestatario, típico por lo demás de lo que hoy sucede en no pocas
democracias occidentales.
Éste es el polo multifacético que representa Cristina
Kirchner en el conurbano bonaerense: un carisma declinante que contrasta con el
carisma exitoso de María Eugenia Vidal, gran electora de los candidatos
bonaerenses de Cambiemos; una deslegitimación constante del adversario
concebido como enemigo sin reconocer a quienes triunfaron (en la noche del
domingo CFK dijo que la ganadora era ella gracias a que sus votos habían
crecido); una apuesta, en fin, por la política de lo peor a la espera de que un
rotundo fracaso económico le asegure volver en 2019.
La dialéctica de la polarización reafirma pues el liderazgo
de Cambiemos, pero no termina de conformar un régimen político con sustento en
una oposición leal y responsable: perdieron los referentes de un posible
peronismo republicano; mantuvieron sus posiciones las oligarquías oscilantes de
provincias que compran votos y reproducen su hegemonía; persiste en el
conurbano y en la Capital Federal un volumen de votos importante con capacidad
de movilización en el espacio público. En síntesis, hoy la oposición más fuerte
es reaccionaria y contestataria. De aquí la importancia que revisten tanto el
comportamiento de los gobernadores peronistas como el de los intendentes del
conurbano que, tal vez, estén buscando, como reza el Martín Fierro, otro "palenque donde rascarse".
¿A qué obedecen estas tendencias que, aun frente a la
derrota, se resisten a dejar la escena? Por cierto, a la necesidad de buscar
fueros frente a los juicios de corrupción (aunque no parece que a De Vido le
hayan servido de mucho). Un rasgo saliente de estas elecciones nos advierte que
al electorado no solamente lo mueve el bolsillo. A la luz de la victoria de
Elisa Carrió en la ciudad de Buenos Aires, es también relevante la emisión de
un voto de carácter ético que condena la corrupción y, de paso, demanda a los
gobernantes en funciones más transparencia.
No obstante, sobre este umbral mínimo de decencia, sigue
haciendo de las suyas otro concepto ético intrínseco a la democracia. Porque,
en definitiva, una democracia no sólo supone una ética de la victoria, sino
también una ética de la derrota. Saber ganar es fácil; más complicado es saber
perder, porque se acepta la legitimidad de las reglas de la competencia
electoral. Esta última dimensión aún no la hemos interiorizado del todo en
nuestra democracia. Y si bien algunos exponentes de la oposición saludaron a
los vencedores, los contestatarios se replegaron tras un resentimiento que no
admite derrotas.
La novedad de esta Argentina política en ciernes es que esa
visión reaccionaria no ha cuajado en ningún gobierno, sea nacional o
provincial, pero ello no invalida el hecho de que nuestra constitución política
esté todavía cruzada por interpretaciones antagónicas acerca de su fundamento y
finalidad. En teoría, todos aceptan la Constitución que nos rige; en la
práctica, empero, el conflicto es más agudo. Por tanto conviene atender la
antigua lección de la Política de
Aristóteles: "Se debe velar para que la parte de la población que apoya la
Constitución sea mayor y más fuerte que la que no la quiere".
Es posible conjeturar que, luego de estos comicios, la mayor
parte de nuestra ciudadanía apoya una interpretación constitucional que despeje
los signos de un pasado corrupto y prepotente que no hizo más que profundizar
la decadencia. Sin duda es posible, siempre que esta voluntad reformista logre
superar los tremendos condicionamientos estructurales que nos agobian desde
hace décadas.
En este sentido, el combate que se impone para reformar una
economía insuficiente, salvo en pocos sectores, incapaz de generar y distribuir
riqueza y de inyectar en la Argentina dinamismo exportador, con una moneda sana
y una fiscalidad acordada entre la Nación y las provincias, es una deuda tan
vetusta como los ciclos en los cuales se sucedían entusiasmos y fracasos (los
he vivido desde hace más de sesenta años y puedo dar fe). En el ejercicio de
esta ciclotimia somos maestros; en el arte de salir de esos pozos depresivos
somos ignorantes.
La novedad que traen estos años tiene un cierto aire de
madurez que, sin embargo, no debe olvidar las lecciones de esos abruptos ascensos
y descensos que nos proporciona una lectura de la historia. ¿Cuántas veces
hemos escuchado que esta vez va en serio y que la Argentina está a punto de
alcanzar la cumbre? ¿Cuántas "nuevas Argentinas" hemos inventado al
calor de coyunturas favorables de corta duración, que de inmediato se
desvanecieron?
Tal vez, gracias a este sentimiento de más en más compartido
acerca de un país declinante, podamos comprender que deberíamos acelerar la
marcha para no caer en las mismas trampas. Por este motivo, el arco moderado de
concertaciones y acuerdos es indispensable. El asunto consiste en saber si
podremos pasar de lo indispensable a lo factible. Por ahora los síntomas son
favorables, lo que permite dar el puntapié inicial de un reformismo que no
tiene largos plazos para madurar debido al intenso ritmo electoral de nuestras
elecciones bienales. Por eso la importancia que cobran los meses venideros y el
próximo año.
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