Por Fernando Savater |
El pasado verano visité la yeguada de Ulzama, en el bonito
valle navarro de ese nombre. Allí los caballos de competición descansan de sus
esfuerzos, cubren a las yeguas y procrean hijos que serán como ellos, incluso
mejores. A algunos de esos pensionistas les he visto correr en el hipódromo.
Ahora, como cantó Philip Larkin, languidecen a la sombra de unos árboles o se
acercan al visitante, curioseando en sus bolsillos en busca de alguna golosina.
Ya no recuerdan sus nombres, que quizá fueron gloriosos, esos nombres que
coreamos los aficionados con entusiasmo en las tardes famosas en que dieron lo
mejor de sí mismos en la pista. ¡Qué sencillo es el paraíso para quienes lo han
merecido! El sol que calienta los huesos de los mayores y el retozar de los más
jóvenes, la lluvia que lava sin dejar rastro la memoria de los éxitos y las
derrotas, incluso la nostalgia de la fusta ayer tan exigente...
En verdad los caballos de carreras y los toros de lidia son
animales afortunados. Se crían y por lo común envejecen (sí, también los toros)
en los paisajes más hermosos y civilizadamente naturales —yeguadas, dehesas...—
que quedan en el mundo. Los trabajos de sus días con los que pagan este destino
son breves, radiantes y enraizados en su forma de ser. Disfrutarán esta suerte
mientras queden competiciones hípicas y ferias taurinas: luego se extinguirán,
porque para mascotas no sirven. Les aniquilarán quienes hoy los compadecen...
esos mismos que ufanos profetizan un futuro feliz sin corridas. Imagino el
diálogo, dentro de medio siglo: “¿Te acuerdas de las corridas de toros? —¡Ay,
sí! ¿Desaparecieron antes que los periódicos de papel o después? —Bastantes
años después. —¡Cuántas cosas buenas se han perdido!”.
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