Por Arturo Pérez-Reverte |
El ser humano es, ante todo y en líneas generales, un hijo
de puta. Luego, ya en detalle, puede ser también otras cosas. Esta frase
inicial, que les regalo a ustedes porque es mía, no proviene de libros ni
conversaciones de barra de bar, sino de una certeza visual propia, empírica,
ilustrada de primera mano allí donde los hijos de puta suelen mostrarse en todo
su esplendor. Una impresión precoz, casi juvenil, que los años y la experiencia
han acabado convirtiendo en absoluta certeza.
Contaba hace poco el novelista mexicano Jorge Zepeda
Patterson que, tras el último terremoto que asoló su ciudad y causó daños en su
casa, observó un fenómeno que él llama turismo
humanitario: gente de variada condición, habitantes de barrios adinerados y
suburbios humildes, que acudía a las zonas de desastre con el pretexto de prestar
ayuda, pero que en realidad se dedicaba a pasear entre las ruinas con casco,
chaleco reflectante y mascarilla protectora, haciéndose fotos. Ocurrió sobre
todo el primer fin de semana; y entre los abnegados voluntarios de los equipos
de rescate, que realmente trabajaban intentando salvar vidas y se dejaban el
alma y la piel en ello, pululaban ociosos de ambos sexos disfrazados de
socorristas, haciéndose selfis ante las ruinas e, incluso, teniendo el descaro
de agacharse para posar junto a los perros rescatadores.
La cosa, en realidad, no es nueva. En tiempos de la erupción
sobre Pompeya o de la caída de Bizancio no había teléfonos móviles con cámara
incorporada, pero estoy seguro de que el personal se las apañaba con algún
método equivalente. La desgracia ajena motiva mucho, y uno suele arrimarse a
ella con morboso deleite, como en esas antiguas fotos de bandoleros metidos en
un cajón, rodeados de gente que posa, o la del Che Guevara de cuerpo presente y
en nutrida compañía. Quizá la diferencia esté en el careto que ahora pone la
peña. Antes todos posaban solemnes, por aquello de la circunstancia. Sin
embargo, hace tiempo que pocos guardan las formas. Se sonríe ante la cámara,
incluso se hacen gestitos divertidos y posturas simpáticas, una pierna por alto,
un ojo guiñado y todo eso, lo mismo si tienes detrás la torre Eiffel que media
docena de fiambres de patera ahogados en una playa.
No es de ahora, insisto, aunque el tiempo y la tecnología
mejoran y afinan. Recuerdo dos variedades de cantamañanas habituales en la
guerra de los Balcanes y el cerco de Sarajevo. Una eran los políticos,
filósofos y escritores de ambos sexos que se dejaban caer por allí un par de
días para hacerse una foto con chaleco antibalas, en plan turistas japoneses, y
luego explicar al mundo con detalle de qué iba la tragedia. Otra eran los
periodistas ful o los falsos cooperantes humanitarios, chusma intrusa a la que
nadie había dado vela en aquel entierro, que aparecían y desaparecían cuando
tenían las fotos o el vídeo, tras haber incordiado todo lo imaginable a los
profesionales que estábamos haciendo nuestro trabajo. Y esa clase de gente,
adaptada a los nuevos tiempos y escenarios, sigue ahí, metiéndose de por medio
cámara en alto. Dando por saco. Pendientes de la foto, o de ellos mismos en la
foto, sin mirar apenas lo que tienen detrás. Lo mismo en el museo del Prado que
en el terremoto mexicano, o en una matanza en las Ramblas de Barcelona.
Grabando tragedias en vez de evitarlas, teléfonos móviles dispuestos,
registrando agresiones y tragedias en vez de actuar contra los agresores o
socorrer a las víctimas. Hasta a sus propias familias se lo hacen. O se lo
hacemos.
Y es que ya no miramos directamente la realidad. Ni siquiera
lo creemos necesario. Las imágenes, sean de horror o de felicidad, sólo
interesan para su posterior reproducción y difusión. Es nuestro minuto de
gloria. Colgar fotos en Instagram y vídeos en Youtube se ha vuelto objetivo de
nuestras vidas, como esos corredores de los encierros taurinos que, en vez de
disfrutar con la adrenalina y el peligro, van con el móvil en la mano
intentando grabar al toro; o las docenas de imbéciles y cobardes que graban en
sus teléfonos la paliza mortal a un desgraciado en lugar de evitarla. Hasta una
violación grabaríamos, como por otra parte ya se ha hecho. Cuanto hacemos está
destinado a ser testimonio turístico: yo estaba allí, mira lo que comí ese día,
mira cómo le sacudían a ése, mira cómo se desangraban las víctimas del
terrorista. A ver si conseguimos hacerlo viral, oye. Que lo vea la familia, los
amigos. Que lo vean todos, y por supuesto que me vean. Incluso los que no me
conocen y a quienes importo un carajo.
Y todavía hay quien pregunta por qué prefiero los perros a
las personas.
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