Por Mariano Schuster
Los policías golpeaban a los viejos. Los policías golpeaban
a los adultos. Los policías apaleaban a hombres y mujeres. Los policías
impedían que la gente pusiera un voto en una urna. Por cada golpe que daban,
nacía un independentista nuevo. Las urnas, que habían comenzado como una farsa,
empezaban a parecer reales. La derecha catalanista, que dirige el proceso de
independencia, comenzaba a envolverse en su falso heroísmo. Una vez más, el
Partido Popular conseguía lo imposible.
Mariano Rajoy, presidente de gobierno de España, no escapó
al bulto. Y, como siempre, dio la nota. Se mostró exactamente como lo que es:
un personaje de miras cortas y fracasos largos. No puede buscar una solución
política al problema catalán. Y no le interesa hacerlo. Encerrado en su
“Cataluña es parte de España”, escucha su voz y se deleita. Está enamorado de
sus propias palabras y de su propia ceguera. Por eso ayer, para Rajoy, los
palos y los tiros reemplazaron a las negociaciones. La violencia era, para él,
la mejor manera de negar sus seis años de inacción, de ineptitud, de
incapacidad.
Carles Puigdemont, President de la Generalitat de Catalunya,
mostró también el verdadero rostro de su cruzada independentista: urnas
colocadas ilegalmente, un referéndum sin garantías constitucionales, una
votación sin censo, una violación estricta de la democracia. La misma
ilegalidad con la que forzó el referéndum violando las leyes del propio
Parlamento de Cataluña, la aplicó ayer para llamar a votar en un plebiscito que
negaba a la mitad (o más de la mitad) de sus conciudadanos.
La represión y la ilegalidad fueron las marcas de una
jornada trágica. Hubo muchos heridos pero unos cuantos primaron: el Estado de
Derecho, el diálogo, la capacidad de entenderse.
El proceso de independencia de Cataluña no es una rebelión
popular contra la derecha. Es, en sí mismo, una política dirigida por la
derecha. La vieja aristocracia catalana, los herederos legítimos de Pujol, los
hombres de terruño, los que creen que es más importante la lengua y la historia
que la vida común, son los mandamases de un proceso al que pretenden presentar
con una épica que no le corresponde. Algunos quieren ver en él una rebelión
popular progresista. Es todo lo contrario. Quien cree que la nacionalidad
compartida está por encima de la solidaridad compartida, es un nacionalista de
derecha. Y quien no quiere compartir su progreso con los más débiles –por
ejemplo, los andaluces – y los acusa de robarles lo suyo, es algo peor que eso.
Es evidente. Muchos ciudadanos catalanes se sienten
traicionados por la política. Se refugian en el independentismo y en el
nacionalismo como una forma mitológica de resolución de sus propias
inquietudes, de sus propios deseos, de sus propios problemas. Sacan sus banderas
a la calle. Pero eso no les otorga la primacía por sobre el resto de los
ciudadanos de su nación.
El Partido Demócrata Europeo de Cataluña, que dirige los
destinos de este proceso junto a Esquerra Republicana y las CUP, es un partido
de derecha. Aplica en Cataluña las mismas políticas de ajuste que el PP ejecuta
a nivel español. Aún más: su nombre histórico no es el que hoy ostenta. Tuvo
que cambiarlo hace solo un año, tras descubrirse que desde hace más de veinte
se financiaba ilegalmente. Jordi Pujol, ex President de la Generalitat, había
ideado un mecanismo perfecto para robar. A los catalanes quizás alguna vez les
haya robado España. Lo que es seguro es que les robaban los que hoy lideran el
proceso de independencia.
El nacionalismo catalán es esencialmente aristocrático y
etnicista. Y, como tal, es antiprogresista. El franquismo, que negó la lengua
catalana y reprimió a los ciudadanos de ese país – pero no a los derechistas
que hoy lo dirigen sino a los rojos que combatían la dictadura – exacerbó los ánimos
del independentismo. Solo con el proceso de transición esos ánimos menguaron:
los independentistas aceptaron el nuevo Estado de las Autonomías apoyando la
Constitución Española por más del 90% de los votos. Los hoy separatistas fueron
los que, más de una vez, fueron llave de gobierno para el PP y para el PSOE a
nivel estatal.
La confusión en la izquierda es evidente. Hay gente honesta,
progresista, que no duda a la hora de exhibir sus simpatías con el proceso de
independencia. En todo el mundo se expresan en favor del “pueblo que se lanza
contra la España de los recortes” o contra “los catalanes que luchan contra la
monarquía franquista”. Pero en Cataluña gobiernan los que recortan y en España,
lamento contradecirlos, hay monarquía pero no franquismo. Banalizar el régimen
franquista equiparándolo a la democracia nacida de la transición le hace un
flaco favor a quienes luchan, verdaderamente, por los valores progresistas. En
la España de Franco hubo 120.000 represaliados que hoy están en fosas comunes.
En la España de la transición, no. Es muy probable que el proceso de cambio de
régimen no haya sido modélico. Es muy probable que haya tenido errores. Pero
ese modelo, conviene recordarlo, fue construido, entre otros, para salir de una
dictadura en la que se mataban socialistas, comunistas, y anarquistas. Escuchar
a algunos de ellos hablando de franquismo con liviandad, resulta más penoso que
infame.
Ayer, en Cataluña, no se trataba de votar, como ahora
vociferan algunos. Votar es imprescindible y necesario en toda democracia. Pero
no de cualquier manera. En el Estado de Derecho hay una sola forma de hacerlo:
conforme a derecho. Unas urnas colocadas sin garantías no constituyen un referéndum.
Son solo una estafa para que un grupo de bravucones autoritarios transformen en
un sentimiento colectivo lo que es solo la vocación de una parte. Es una forma
de callar al resto. Una “performance narcisista”, como dice Ricardo Dudda,
“para los que quieren demostrar que su voz vale más que las de otros.”
Muchos catalanes se sienten, efectivamente, tan solo eso:
catalanes. Y otros tantos se sienten algo más: catalanes y españoles. ¿Se puede
negar el derecho de unos para aceptar el de otros?
El proceso de referéndum, celebrado por muchos progresistas
en el mundo entero, era ilegal e ilegitimo. Como también lo era la represión.
Santiago Gerchunoff (@sangerchu) lo dijo acertadamente: “A la idea ridícula de
que cualquier votación es legítima, le corresponde en simetría la idea idiota
de que toda represión legal es legítima”. Siempre es necesario un buen liberal
en momentos como éste.
Ahora, los demócratas españoles y los demócratas catalanes
deberán sentarse a negociar. Será difícil después de los palos y la desbordada
violencia policial. Y será difícil también después de las urnas ilegales y las
bravuconadas nacionalistas. Pero tendrán que hacerlo. Porque los catalanes sí
tienen derecho a decidir. En un referéndum pactado y negociado, conforme a la
legalidad. Difícilmente alguien como Rajoy, representante de una derecha obtusa
y negadora, pueda acordar eso. Pero Rajoy no estará ahí para siempre.
Las propuestas están encima de la mesa. Miqel Iceta, del
Partido de los Socialistas de Cataluña propone un nuevo encaje de Catalunya en
España. Y el Partido Socialista Obrero Español promueve un Estado Federal. Ya
no será la misma España ni la misma Cataluña. Sí, esta es una solución
socialdemócrata. Una que no dejará conforme a nadie pero mejorará la relación
entre todos. A veces, ante dilemas como éstos, es la mejor salida posible.
Aun así, el derecho a decidir ser independientes debe estar
también entre las posibilidades. Con negociación, diálogo y capacidad de
entendimiento.
Durante muchos años los catalanes se vieron realmente
oprimidos por el franquismo. Los rojos, no solo de Cataluña sino de toda
España, fueron represaliados y censurados. Muchos de ellos se levantaron contra
el régimen. Entre ellos había todo tipo de antifascistas: liberales y
comunistas, socialistas y anarquistas.
Poco antes del referéndum, uno de esos hombres, habló de
manera emocionante. Entonces, el Parlament de Catalunya votaba la propuesta de
ley de referéndum finalmente ejecutada. Aquel hombre de izquierdas,
comprometido y honesto, vio la escena dantesca que montaban los diputados
nacionalistas para aprobar la ley. Forzaban las leyes, violaban las garantías
parlamentarias, convocaban a un plebiscito de forma ilegítima.
El hombre, representante de Catalunya Sí que es Pot, preso y
represaliado durante el franquismo, se paró en el estrado y habló:
“Estamos dispuestos a partirnos la cara para que los otros
grupos puedan plantear consideraciones a esta ley porque cuando se pisotean los
derechos de un grupo parlamentario se están pisoteando los derechos de toda la
ciudadanía de Cataluña. ¿Y saben por qué me molesta eso? Por una cosa que
algunos no entenderán. Porque los que luchamos durante la dictadura lo hicimos
con gente de ideologías radicalmente diferentes en defensa de la democracia. Y
sin duda este momento no tiene nada que ver con aquel pero tiene una cosa en
común que es la defensa de los derechos”.
El hombre miró fijamente a Puigdemont y alzó la voz: “Usted
es el President de la Generalitat que tiene la obligación de respetar nuestras
instituciones mientras existan”. “Mis padres me enseñaron a luchar por mis
derechos. Y estoy aquí gracias a mis padres hoy podemos disfrutar de la
libertad. Y yo no quiero vivir en un país en el que una mayoría puede tapar los
derechos de quienes como piensan como ella. ¡No estoy dispuesto!”
Ese hombre se llama Joan Coscubiela. Militó en el Partido
Socialista Unificado de Cataluña y dedicó su vida a la causa de los
trabajadores y de la izquierda. Es un rojo y un hombre de la democracia. Ayer,
condenó la represión y se manifestó públicamente contra Mariano Rajoy.
Coscubiela, que ya anunció su retirada de la política, apoya el derecho a
decidir pero no de cualquier manera y a cualquier costo. Está claro de que
madera está hecho: de la de los demócratas.
Quizás muchos podrían escucharlo. Porque una democracia ya
no necesita héroes. Necesita argumentos y necesita demócratas. Exactamente los
que faltaron ayer.
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