Por Sergio Sinay (*)
Todo aquello que en el universo carece de razón es un
objeto. Una cosa. A las cosas las concebimos como seres inanimados. Y se las
valora, generalmente, por su utilidad. Se las contempla como medios. Los seres
racionales, los que constituyen la especie humana, son considerados personas.
Su naturaleza es esencialmente distinta de la de las cosas.
No son medios, sino
fines en sí mismos y como tales deben ser respetados. Immanuel Kant
(1724-1804), el pensador alemán considerado padre de la filosofía moral,
desarrolla esta idea en Fundamento de la metafísica de las costumbres.
Con una cosa se puede hacer lo que uno quiera. Golpearla,
destruirla, usarla mal o bien. Un carpintero puede cuidar o no su martillo,
pero no le debe respeto a la herramienta. Podemos desatender el mantenimiento
de nuestro auto, pero eso no será una falta de respeto hacia el vehículo. Para
faltar el respeto a una persona, para maltratarla, para ser indiferente a su
dolor, a su necesidad, para rebajar su dignidad y, en demasiados casos, para
matarla, hay que rebajarla primero a la categoría de cosa. Eso es lo que ocurre
en la mente de un torturador, de un femicida, de un golpeador, de un
explotador, de un sicario, de un tratante. En fin, de quien pone a otro ser
humano en la categoría de cosa. El mismo Kant sostenía que no estamos obligados
a amar. “Un mandato relativo a que se deba hacer algo de buena gana es
contradictorio”, escribía. Y apuntaba que se puede tender al amor, puesto que
éste es un ideal, pero jamás puede ser una exigencia. Distinta es la cuestión
con el respeto. Más allá de todas las diferencias, el respeto hacia la dignidad
del otro, su consideración como humano y no como cosa, sí es obligatorio y es
fundamento de la moral. Como sintetizaba otro Emanuel, en este caso el lituano
Lévinas (1906-1995), la moral se sostiene en una frase de cuatro palabras:
“Usted primero, por favor”.
Cuando Julio De Vido disparó la nefasta frase según la cual
nadie sufrió más que él por la masacre de Once que costó la vida a 52 personas
usuarias del Ferrocarril Sarmiento (no fue una tragedia, porque las tragedias
son inevitables, como se sabe desde los griegos), se colocó en el otro extremo
de estas ideas y se autoexcluyó como sujeto moral. Algo similar hizo su jefa
inmediata de aquel entonces al decir, en una reciente entrevista televisiva,
que no le cabe ningún remordimiento porque tampoco, como jefa de Estado que
fue, tenía responsabilidad. Su impúdica afirmación de que la culpa fue del
maquinista vino a demostrar que, como era de sospechar, a ella y a su
subordinado (¿o cómplice?, ¿o socio?) no los unió nunca el amor sino el espanto
que sus palabras y conductas pueden provocar, como lo hacían entonces y lo
hacen ahora, en quienes se atienen a pensamientos y conductas que responden a
principios básicos de la moral.
La ausencia de registro del dolor ajeno mostrado por estas
personas, la carencia de empatía, la ignorancia del sufrimiento provocado por
sus actos, la negación a hacerse cargo de las consecuencias de éstos, que es
fundamento de la responsabilidad, el desprecio hacia cualquiera que les
recuerde lo que hicieron y lo que dejaron de hacer, tienen una llamativa
coincidencia con lo que los especialistas definen como psicopatía. El doctor
Hugo Marietan subraya en sus obras (entre ellas, El jefe psicópata y El
psicópata y su complementario) que el psicópata no es un enfermo y, por lo
tanto, no es tratable. Lo suyo es un modo de estar en el mundo, al margen de la
noción de bien y de mal. Hay en él una impunidad interior por la cual su fin
justifica los medios. Ve a todos como inferiores, los considera cosas, que
valen según su utilidad. Y sólo modifica su conducta si le conviene. Calcula
Marietan que los psicópatas abarcan el 3% de la población, por lo cual habría
unos 900 mil en el país. Y uno de cada tres es mujer. Bueno sería que, cuando
alguno accede al poder, aquella impunidad interior no se convierta en impunidad
exterior.
(*) Escritor y periodista
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