Por Fernando Savater |
El primero: no humillarás. Los mismos que durante dos
décadas no vieron especial peligro de ello en la inmersión lingüística, la
manipulación de los textos educativos, el casi risible sectarismo antiespañol
de TV3, el ofuscamiento de los símbolos del Estado, las pitadas al Rey,
etcétera, están hoy muy alerta ante la amenaza que supone aplicar el artículo
155. ¡Cuidado con los abusos! ¡Se ha despertado ese endriago infernal, el
nacionalismo español!
Es pecado mencionar los lúgubres precedentes de
anteriores aventuras separatistas. Y nada de cárcel, ni del mínimo menoscabo de
unas instituciones de autogobierno que han sido utilizadas de modo impropio y
torticero, hasta provocar la división entre los catalanes y la crisis más grave
en España desde el comienzo de la democracia. “¡Quieren una Cataluña sumisa y
humillada!”, clama Puigdemont. Lo cual debe de ser mucho peor que una Cataluña
cívicamente rota y empobrecida, intolerante con su amplísima disidencia
interna, reprobada por los representantes de la Europa unida que quiere seguir
estándolo, mintiendo a diestro y siniestro para justificar lo injustificable.
Pues nada, antes muerta que humillada, qué se habrá creído Rajoy, violento y
franquista. En fin...
Humillar a alguien es someterle a la arbitrariedad, no al
cumplimiento de la ley. Al contrario: según Hegel, si no se castiga legalmente
al delincuente se le humilla, porque se le trata como si no fuera humano, es
decir, responsable. Y desde luego se humilla al resto de los ciudadanos que
cumplen las leyes para asegurar sus libertades.
Claro que no se debe ir más allá de la legalidad: por
ejemplo, condenando a los maestros que enseñan a los niños a detestar y
perseguir a algunos de sus conciudadanos a limpiar letrinas con la lengua. Eso
solo pueden quererlo los energúmenos... como, por ejemplo, yo.
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