Por James Neilson |
De todos los presidentes de las décadas últimas, Mauricio
Macri es el menos conservador. Antes bien, es un revolucionario que sueña con
un país que haya dejado atrás para siempre un pasado atiborrado de fracasos y
frustraciones. Para más señas, a diferencia de quienes lo antecedieron en la
Casa Rosada, el ingeniero no parece sentir respeto alguno por la rencorosa
cultura política nacional que, en su opinión, sólo ha servido para
institucionalizar la decadencia.
Quisiera verla remplazada por otra, a su
juicio mucho más moderna, en que las mejoras concretas, como la supuesta por la
extensión de las líneas de metrobus y las obras de infraestructura, pesen
muchísimo más que bibliotecas llenas de divagaciones ideológicas o arengas
doctrinarias pronunciadas por defensores del viejo orden contra el cual se ha
propuesto luchar.
Si bien se ha acostumbrado a desempeñarse como presidente de
la República, aún se creerá líder de la oposición al statu quo corporativista
que, para buena parte de la ciudadanía y el grueso de los politizados,
representa la normalidad.
De acuerdo común, Cambiemos, la coalición dominada por
Macri, se anotó un triunfo espectacular en las elecciones legislativas del
domingo pasado, pero el éxito así conseguido se debió en gran medida a la
fragmentación del resto del arco político, en especial de los sectores ocupados
por distintas formas del peronismo. Aunque Cambiemos es la primera minoría,
tendría que crecer más, tal vez mucho más, para superar antes de que sea
demasiado tarde los obstáculos que los comprometidos con el disfuncional modelo
tradicional pondrán en el camino.
En algunos países, como Estados Unidos, un mandatario cuyo
partido acababa de recibir el 42 por ciento de los votos en una elección a
medio término estaría lamentando un revés inapelable del que no le sería nada
fácil recuperarse. Asimismo, no hay ninguna seguridad de que el crecimiento de
los bloques de Cambiemos en el Congreso le permita llevar a cabo las temidas
reformas estructurales que Macri cree necesarias para que por fin el país
levante cabeza. Otros presidentes, entre ellos Raúl Alfonsín y Cristina
Kirchner, disfrutaron de niveles parecidos o superiores de apoyo al alcanzado
por Macri, sin por eso resultar capaces de producir los cambios, los que en el
caso del radical eran mucho menos ambiciosos, que tenían en mente.
Lo mismo que tales antecesores luego de verse fortalecidos
merced a una buena elección, Macri espera aprovechar al máximo la sensación de
que la agrupación que encabeza está por erigirse en una fuerza hegemónica, de
ahí la decisión de convocar a dirigentes sectoriales para negociar acerca de lo
que sería la enésima versión del gran acuerdo nacional con el cual tantos
políticos, sindicalistas, empresarios e intelectuales han soñado. Macri sabe
que se trata de una iniciativa arriesgada ya que, a menos que tenga mucha
suerte, fortalecería la cultura corporativista, de raíz hispana, que siempre ha
reinado en el país, pero parece creer que en esta oportunidad podría brindarle
resultados satisfactorios.
Puede que el presidente haya pecado de optimismo.
Sorprendiera que las sesiones que pronto comenzarán a organizarse sirvieran
para algo útil. Como es natural, todos los participantes privilegiarán sus
propios intereses y se resistirán a convalidar todas aquellas reformas que
podrían perjudicarlos, además de las rechazadas por sus aliados coyunturales.
Son muchos los empresarios de mentalidad proteccionista que
quieren mantener bien cerrada la economía nacional para que no entre ni un
clavo foráneo, sindicalistas que protestarán horrorizados contra cualquier
intento de modificar una comilla de la legislación laboral vigente y, desde
luego, abundarán los políticos que estarán más interesados en debilitar a Macri
que en ayudarlo a “modernizar” el país. La mayoría se negará a permitir que la
provincia de Buenos Aires obtenga más fondos federales; a los gobernadores
provinciales no les parece nada malo que el conurbano actúe como una esponja
gigantesca que absorbe una multitud de pobres e indigentes que de otro modo
permanecerían en sus propias jurisdicciones.
En teoría, virtualmente todos los convocados a las reuniones
previstas por Macri estarán a favor del “cambio” porque les es evidente que,
sin muchas reformas profundas y por lo tanto dolorosas, el futuro de la
Argentina sería muy pero muy triste, pero con escasas excepciones quienes
piensan así se las han arreglado para persuadirse de que les corresponde a
otros hacer los sacrificios.
Para avanzar con la transformación cultural que tanto lo
entusiasma y que, según algunos, ya está en marcha, Macri tendría que contar
con el respaldo decidido de la mayoría de los habitantes del país. Para
conseguirlo, le sería preciso convencer a franjas sustanciales de los menos
favorecidos de la población de que han sido víctimas de un sistema perverso que
beneficia sólo a una minoría cada vez más reducida, una que incluye a los
profesionales de la política, a los sindicalistas más notorios, empresarios
contratistas y otros que, según parece, se creen paladines de la justicia
social pero que ello no obstante defienden con fervor los esquemas que han
creado la situación que dicen deplorar.
Cambiemos ya cuenta con el apoyo de amplios sectores medios
que, a pesar de todo, han logrado mantenerse a flote, pero, como los resultados
electorales le recordaron, aún no ha logrado conseguir la adhesión de millones
que, en buena lógica, deberían estar entre los más deseosos de ver hundirse el
orden tradicional imperante. Aunque gracias a la prédica vigorosa de María
Eugenia Vidal, el evangelio macrista está comenzando a penetrar en las zonas
más ruinosas del conurbano bonaerense que siguen siendo territorio
kirchnerista, todavía es incierto el resultado de la batalla cultural por el
alma del país que está librándose en tales lugares. Parecería que lo entiende
Macri, razón por la que sigue hablando de “pobreza cero”, o sea, del rescate
del treinta por ciento o más de la población que ha sido traicionado por el
populismo de generaciones de políticos facilistas.
¿Cuánto poder tiene Macri? Por ser la Argentina un país
habituado al caciquismo, con un sistema político aún más presidencialista que
el original norteamericano, el consenso es que por un rato contará con más
poder que cualquier combinación de adversarios. Será por tal motivo que los hay
que hablan de la aparición de un “Súper-Macri” que vuela por encima de los
demás. El apodo hace recordar el dado a Harold Macmillan, un hombre de estilo
aristocrático que a inicios de los años sesenta del siglo pasado fuera el
primer ministro británico. Con una mezcla de humor y respeto, los periodistas
lo bautizaron “Supermac” por su capacidad para dominar sin esfuerzo aparente el
mundillo político de su época.
A Macri le convendría tomar en serio lo que dijo “Supermac”
cuando alguien le preguntó por lo que más temía de su trabajo; con una sonrisa,
el ya ex primer ministro contestó: “Los acontecimientos, muchacho, los
acontecimientos”, o sea, lo que hoy en día se ha dado en calificar de “cisnes
negros” porque nadie los habían previsto.
Pues bien, al aproximarse la campaña electoral a su
culminación, un cisne negro, con la cara, apropiada para un icono religioso, de
Santiago Maldonado, se acercó peligrosamente a la gente de Cambiemos. Aunque
parecería que la especulación febril en torno a la forma en que aquel joven
desafortunado encontró la muerte en un río patagónico gélido no incidió mucho
en los resultados, puede que algunos comentarios fuera de lugar le hayan
costado a Elisa Carrió una cantidad notable de votos.
Por portación de apellido, por no contar con una guardia
pretoriana ideológica dispuesta a pasar por alto sus eventuales deslices
financieros o represivos y porque en la Argentina la reputación del
empresariado en su conjunto es peor que en cualquier país desarrollado, Macri
es mucho más vulnerable que el resto de sus congéneres políticos a denuncias
formuladas por sus detractores. Lo mismo que la mujer de César, no basta que
sea honesto, también tiene que parecerlo. Tampoco puede darse el lujo de
brindar la impresión de reaccionar con frialdad frente al dolor ajeno;
parecería que hoy en día todos los políticos, periodistas, artistas e
intelectuales del país son seres extraordinariamente sensibles.
He aquí un motivo para que a Macri y sus colaboradores les
sea necesario tomar muy en serio los problemas de comunicación que les
atribuyen tanto sus adversarios como comentaristas presuntamente neutrales. No
es que los voceros de Cambiemos sean más torpes en tal ámbito que sus
equivalentes peronistas o izquierdistas; es que, a diferencia de ellos, su
autoridad se basa en la esperanza de que realmente sean lo que dicen ser. Aunque
es legítimo argüir que en última instancia importa poco que un político sea un
dechado de autenticidad, es innegable que en los tiempos que corren quienes
aspiran a encabezar cambios tan drásticos como los propuestos por Macri para
que la Argentina resulte “imparable” tendrán que forjar fuertes vínculos
personales con decenas de millones de hombres y mujeres. Si no logran hacerlo,
en cuanto el camino empiece a ponerse empinado, quienes los habían acompañado
hasta toparse con las primeras dificultades no tardarán en abandonarlos a su
suerte.
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