Por Fernando Savater |
Según Nietzsche, las cosas que tienen definición no tienen
historia y viceversa. Podemos definir la línea recta, porque el tiempo no le
afecta, pero no a un juez, porque desde el código de Hammurabi hasta los
tribunales de hoy la cosa ha cambiado sin cesar. La democracia tiene mucha
historia a cuestas: reducir su esencia a urnas, votos, voluntad popular y otros
tópicos simplificadores es abusar de la credulidad ignara de la gente,
aprovechando sus pasiones identitarias, esa xenofobia de fábrica que traemos al
mundo hasta que la educación nos la borra... si puede.
Lo característico de la democracia moderna es que los
ciudadanos son iguales más allá de su genealogía, su lugar de nacimiento, su
sexo, su color de piel, sus creencias religiosas o filosóficas, sus
capacidades... Esos rasgos son relevantes para la biografía personal de cada
uno, en parte propiciada por las circunstancias pero también creada por uno
mismo. Desde el punto de vista político no hay varones, mujeres, negros,
catalanes, mahometanos, aficionados al billar o dotados de buena voz: solo
ciudadanos libres e iguales que comparten una ley común, a partir de la cual
eligen su trayectoria en libertad. Si en nombre de una determinación particular
una fracción de la ciudadanía pretende segregarse políticamente de y contra los
demás, abandonamos la democracia moderna y volvemos al feudalismo medieval o
algo peor.
Si un referéndum en que unos se eligen a sí mismos para
repartirse lo que es de todos (sin invitar a los demás) puede pasar por
democrático es por falta de educación. Y los maleducados no son especialmente
ese tercio de jóvenes que no acaba los estudios ni se forma profesionalmente
(la juventud “robusta y engañada” de Quevedo), sino los que tienen carrera y
hasta doctorado, pero como si nada.
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