Por Norma Morandini (*) |
Aun cuando ya hemos incorporado una rutina electoral y hemos
ido a votar en paz muchas veces, las elecciones del domingo fueron tal vez las
más dramáticas de los últimos tiempos, por la inesperada aparición de otros
resultados, la autopsia sobre el cuerpo de Santiago Maldonado y la verdad sobre
las causas de su muerte. Una tragedia que jamás debió contaminarse políticamente.
Menos aún debió ser objeto de especulaciones sobre su impacto en los comicios,
porque su desenlace trágico trasciende las urnas.
Pero si el resultado electoral dependió de la libertad y la
voluntad personal para elegir, el otro resultado, en cambio, el de los peritos
que deberán traducir lo que ese cuerpo dice en la soledad de una morgue, habla
también a la sociedad que somos, incapaz de impedir nuevas muertes jóvenes,
sacrificadas en la irresponsabilidad adulta de los que en la última década
envenenaron a los "pibes de la liberación" con la reescritura de la
historia reciente para adaptar ese pasado a las intenciones políticas del
presente.
Confieso que no puedo dejar de pensar en esa vida truncada,
el joven al que muchos mataron para tornarlo un mártir sin reconocer el daño
que hace la política cuando se postergan las soluciones y la realidad se
tergiversa o simplifica con una consigna tramposa, disfrazada de ideología.
Mentira y ocultamiento, las odiosas marcas de nuestra
cultura autoritaria con las que la democracia debió lidiar una y otra vez. Sin
embargo, me temo que por hablar tanto de números, los de la inflación, los de
la economía o los porcentajes electorales, no terminamos de entender el
progreso moral que entraña una auténtica cultura democrática que haga de la
defensa de los derechos humanos una protección del ciudadano contra la
prepotencia del Estado, pero que también encarne en una filosofía de vida
basada en el respeto y la igualdad.
El que los derechos humanos hayan sido un instrumento de
denuncia y de protección a las víctimas lleva a que muchas organizaciones de
derechos humanos se sientan superiores moralmente. Sin embargo, al no reconocer
los derechos de otros grupos, en la práctica, niegan la universalidad que
invocan. Al igual que quienes buscan una banca en el Congreso pero hostigan o
niegan el sistema democrático que les da fundamento. La defensa de los derechos
humanos, si es verdadera, debe desembocar en una sociedad más igualitaria y
respetuosa de las diferencias. No en la incitación al odio y a la violencia de
todos estos días, invocada de manera temeraria por muchos dirigentes.
De modo que si es fácil reconocer todo lo que nos falta en
materia de infraestructura, debemos también reconstruir un auténtico Estado de
Derecho sin confundir Estado con gobierno, porque los derechos están
consagrados en nuestra Constitución y los gobernantes están obligados a cumplir
con los compromisos del Estado argentino, desde el calentamiento global hasta
los derechos de la infancia. Además de limpiar el lenguaje de la ofuscación y
las concepciones binarias.
No se trata de dejar hacer o de reprimir. En democracia, las
fuerzas de seguridad deben estar entrenadas en el respeto a los derechos
humanos para disuadir y dispersar a los grupos violentos que atentan contra el
espacio público. El derecho al reclamo garantizado por la Constitución se
invalida con violencia y la cara tapada. Ese ocultamiento que tanto daño nos hizo
en el pasado cuando todo era clandestino, desde las bombas hasta los
secuestros, incompatible con la luz pública de la democracia.
(*) Directora del Observatorio de Derechos Humanos del Senado
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