Por Jorge Fernández Díaz |
Aquel que se quema con leche y que cuando ve una
vaca llora puede con justicia llamarse a sí mismo un empírico; también un
idiota. Admitamos que no suena muy razonable asociar necesariamente el ganado
con el Pancutan. Un filósofo está habilitado para aseverar que todo tiene que
ver con todo; un político, en cambio, no puede tropezar con esa generalización
sin caer en necia paranoia o en simple ignorancia.
Se ha instalado con la
fuerza de una superstición ridícula que cualquier intento de ordenar la
economía nacional, abrirla al mundo y hacerla competitiva, y cualquier gestión
para adaptar a nuestra cultura política las dinámicas internas de los países
más exitosos inexorablemente implican un ominoso regreso a los años 90. Con ese
criterio ideológico, Australia y Canadá ya son noventistas, y Merkel, Obama,
Mitterrand, Felipe González o Bachelet, unos menemistas imperdonables: toda la
historia de Occidente cabe de pronto en esa temporada local de ostentación y de
entrega sin escrúpulos. "Muchas personas piensan que están pensando,
cuando no hacen más que reordenar sus prejuicios", sentenciaba William
James.
Para el kirchnerismo y para una nutrida parte de la
progresía, el desarrollo de una nación en un contexto de capitalismo globalizado
comienza con Martínez de Hoz y acaba invariablemente en 2001. Las miras
históricas parecen un tanto estrechas, ¿no? Es como si alguien redujera el
género universal de la épica a La guerra gaucha. Para empezar, los
argentinos nunca emprendimos un procedimiento racional y consistente con los
estándares internacionales. Muchos creyeron, durante las infaustas décadas del
partido militar, que se podía practicar un liberalismo económico prescindiendo
de la libertad política. Al observar el fenómeno Pinochet, el legendario
economista neokeynesiano Paul Samuelson acuñó un concepto lúcido: "Es
fascismo de mercado". Luego, en democracia, aquí el proyecto cayó en manos
de un pícaro populismo conservador, que con la fe de los conversos teatralizó
un capitalismo serio sin jamás llevarlo a cabo: relaciones carnales, mayorías
automáticas, servilletas con jueces, sindicatos comprados, privatizaciones
corruptas que a veces creaban monopolios. Y, sobre todo, una cultura de la
"transgresión", que rehuía los marcos regulatorios, relativizaba la
decencia y desdeñaba los conceptos fundamentales de la democracia republicana.
Si uno prepara una paella sin arroz termina por no comer paella. Los militares
querían imitar a las potencias democráticas ejerciendo una dictadura, y Menem
quería entrar en el Primer Mundo con instituciones del Tercero. Así nos fue.
Con todo, los Kirchner cayeron subyugados por las
reformas menemistas de primera generación, y aceptaron durante cinco años al
riojano como su indiscutible jefe político. Y después no se mudaron al
campamento de Bordón o de Luis Zamora, sino al de Domingo Felipe Cavallo, a
quien consideraban un genio, un socio y un amigo. La arquitecta egipcia, a poco
de comenzar su derrotero, declaró incluso que su meca era Alemania; al final de
su mandato, sus ministros despreciaban la performance de
Berlín asegurando que había producido más pobres que nosotros. Como se ve, una
línea de conducta, aunque un poquito zigzagueante.
Kicillof habla, a cuenta de la Pasionaria del
Calafate, para consolidar la idea de que vivimos un revival del
Consenso de Washington, y que por lo tanto marchamos hacia el apocalipsis. Y
Cavallo lo acompaña sin querer en el sentimiento con una entrevista en El País
de Madrid, en la que dice que hay una gran coincidencia entre la economía de
Macri y los 90. El primero quiere deslegitimar toda chance de
progreso por esta vía y proyecta los deseos ocultos de su patrona (un crac
macroeconómico que la salve de la historia y de los tribunales); el segundo
quiere subirse al tren de esta tibia reactivación para reivindicar su buen
nombre y honor: que lo conciban al menos como el abuelo de la nueva criatura.
Sus voces antagónicas pero coincidentes percuten en la memoria colectiva,
todavía traumatizada por aquellos fracasos, y propensa por pereza a crearse
estereotipos y cárceles mentales. Nadie puede saber si Cambiemos logrará su
propósito, debe demostrarnos mucha pericia todavía, y de hecho su economía está
en pañales y tiene múltiples errores y asignaturas pendientes, y una vulnerabilidad
notoria. Pero es indudable que su experimento, que en la intimidad se confiesa
heterodoxo y tal vez desarrollista, dista bastante de las ocurrencias del
pasado. En principio, mantiene un cambio flotante y rechaza todo mecanismo
fijo, como la tablita de Joe o la convertibilidad del Mingo; ningún país
próspero salió adelante con esos atajos y rigideces. Por el momento, Macri no
alumbró privatizaciones masivas, ni transgresiones institucionales, ni
alineaciones automáticas en el campo diplomático; tampoco renunció a la idea de
un Estado fuerte y rector, con mucha obra pública. No existe una apertura
indiscriminada de las importaciones, como en otras épocas: tiene una economía
más protegida y aún hoy sigue gobernando uno de los países más cerrados del mundo.
Perú y Chile, en tanto, aparecen como algunos de los más abiertos, y nadie
puede saber a esta altura cuál de los dos bandos se equivoca. Es un hecho, a su
vez, que esta administración aumentó el gasto social para auxiliar a los
sectores más humildes, algo que inspiró a Horacio González a decir que el
macrismo "se peronizó" y a que Juan Grabois lo calificara de
"populismo", aunque de derecha. Los dos epítetos carecen de
imaginación y pueden parecer una crítica, pero en ese particular territorio
verbal de la "emancipación" y el antisistema, suenan más que nada a
un elogio gruñido y desconcertado.
Donde sí existe un cierto paralelismo peligroso es
en el nivel de endeudamiento externo que la táctica gradualista requiere para
que el Gobierno no caiga en ajuste salvaje y desestabilización: eso sí recuerda
los últimos años del menemato, pero su remedio no se encuentra en las recetas
del kirchnerismo, que es el responsable de la pavorosa factura del déficit,
sino en el progresivo recorte que los culpables rechazan por
"sensibilidad" y los ortodoxos desprecian por "lentitud".
Ningún país evolucionado logró alcanzar sus metas de manera facilista ni
fulminante; han sido justamente sus estrategias esforzadas, lentas y
persistentes las que consolidaron el crecimiento. Pero los argentinos somos
propensos al inmovilismo demagógico o a la espectacularidad; por eso nuestra
cronología es una fiebre de bandazos decadentes.
La pérdida de nuestro sentido común hace
imprescindible aclarar lo básico: el capitalismo no es una sola cosa, sino
muchas; como la energía nuclear, puede resultar una bendición o desatar
Chernobyl. A menudo es un sistema abyecto que provoca desigualdades, y en
muchas ocasiones, una fabulosa fábrica de bienestar. No lo hemos inventado, no
se ajusta a nuestros sueños, pero tenemos la obligación de nadar en su vasto
océano de la manera más eficaz y sin curanderismos, porque de eso depende la
prosperidad argentina y la chance de sacar de la pobreza a
quienes permanecen en ella gracias a décadas de populismo pobrista y
negligente. Mientras las almas bellas o sus nuevos socios, los nacionalismos
autocráticos, no inventen un paraíso alternativo, éste es el ajedrez que
deberemos jugar. Tendremos que aprender por fin las reglas, exigir que las
piezas se muevan con sensibilidad y con inteligencia, y antes que nada:
derrotar nuestra supersticiosa idiotez.
© La Nación
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