Por Andrés Corpas
«Debía telefonear a alguien, así que te escogí».
David Bowie señaló a cámara mientras canturreaba esa estrofa de Starman. Y
millones de personas, sobre todo jóvenes asombrados por ver algo tan impactante
en televisión en el programa 'Top of the Pops' justo en aquel momento de aquel
día de 1972, le juraron fidelidad eterna.
Ese hombre de las estrellas bien
podría ser Leo Messi, quien no necesita ser el Delgado Duque Blanco para
maravillar al mundo con su alucinante actuación y puesta en escena. Eso sí,
como si fuera el genial artista, un movimiento de sus pies genera admiración
pero nunca indiferencia. Una vez más, y ya van unas cuantas, su talento salvó a una Argentina que
le pide el pasaporte cada vez que llega a su propia casa. Mientras él, con sus
tres goles sanadores a Ecuador, disipó de nuevo las incógnitas que se
arremolinan a su alrededor.
Messi carga en su espalda con el peso del 10, con el lastre de la Albiceleste, con la
responsabilidad de reconquistar la gloria perdida, con las comparaciones
odiosas con Diego Armando Maradona, incluso con las críticas y opiniones de
infinidad de personas, algunas (cada vez menos) muy maliciosas. También, con el
miedo a fallar y caer al vacío. Es lo que tiene ser un dios humano. Una
bendición, aunque también una maldición. Porque en su caso, el ejército de
ángeles que tiene a su servicio hacen todavía más inestable la nube en la que
vive. De ahí que, preocupado aunque motivado antes de la final frente a
Ecuador, decidió en los días previos a esa cita a cara o cruz aislarse en las
instalaciones de Ezeiza junto a Javier Mascherano, rechazando alojarse en el hotel
habitual. No atendió a su móvil, no entró en las redes sociales y leyó lo justo
la prensa. Sólo tenía una misión. Y la cumplió con creces.
A pesar de ello, tiene mala suerte. No en vano, no
está rodeado de un equipo acorde a su calidad como le ha venido ocurriendo en
sus mejores años en el Barcelona. Para hacerse una idea, desde su accidentado
debut con la selección argentina hace 12 años (vivió su única expulsión), hasta
ocho técnicos le han dirigido. Tres en la fase clasificatoria para el Mundial que
por suerte ya acabó.
Más detalles: de los compañeros con los que ganó el
Mundial sub'20 en 2005, ante Ecuador sólo seguía a su lado Lucas Biglia.
Fernando Gago se destrozó la rodilla derecha días antes frente a Perú, en una
imagen espeluznante por sus ansias de seguir jugando, y Sergio Agüero se
recupera tras un accidente en un taxi. Otro apunte: de los compañeros con lo
que conquistó el oro olímpico en Pekín, a la última convocatoria sólo acudieron
Gago, Mascherano, Ángel di María, Ever Banega y Sergio Romero. Su generación no
da para mucho más. El nivel a su lado es ínfimo.
Bowie era Bowie gracias a su capacidad para
absorber ideas fantásticas, pero también por la gente que le ayudó a crear esas
alocadas ensoñaciones en fastuosos vestuarios o puestas en escena que pasaban
por su cabeza hasta acabar en las pupilas del espectador. Con Messi, el
problema es precisamente ése. Es como si tuviera que hacer todo, desde encender
los focos del estadio, cortar el césped, pintar las líneas de cal, controlar
los tornos de seguridad y vender las bufandas antes de marcar otro hat trick salvador.
Ahí radica parte de su desgracia con Argentina,
donde siempre se mira su lugar de nacimiento por aquello de marcharse bien
jovencillo a buscar un futuro en La Masia. Aunque también es su alivio. Sin él,
es probable que la selección estuviera en lo más profundo de un hoyo.
Tal vez por eso este chico estelar, después de
llorar de impotencia tras perder su tercera final consecutiva con Argentina y
la cuarta en su carrera, anunció que dejaba de vestir la camiseta albiceleste.
Fue el 27 de junio de 2016, minutos después de comer césped en cantidades
industriales en la segunda Copa América perdida de forma seguida ante Chile.
«Para mí se terminó la selección. Ya lo intenté
mucho, me duele no ser campeón. Me voy sin lograrlo», declaró entonces con la
impotencia en los ojos, mirando al suelo una vez más. Sólo levantó un poco la
mirada dos años antes para ver la Copa del Mundo en
un pestañeo eterno, tras quitarse la medalla de plata del cuello y con la
repugnante desgracia en las papilas gustativas.
Sin embargo, Messi siempre vuelve. Como Bowie tras
mudarse a Berlín para recuperarse al lado de Iggy Pop, creando una trilogía
discográfica para la posteridad. La Pulga suele convertir los
interrogantes en exclamaciones. Las dudas en certezas. Si el
proyecto de Ernesto Valverde comenzó con la nariz arrugada, él ha conseguido
que arquee las cejas. Si nadie apostaba por ver a Argentina con ese equipo que
no le llega a la suela de sus botas, él la clasifica para el Mundial. Es un
tipo venido del espacio. Tanto, que queda por ver si la cita de Rusia es la
última de su carrera. Mejor no afirmarlo aún.
© El Mundo
(España)
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