Por Jorge Fernández Díaz |
"Ustedes podrían ser campeones mundiales en el
Lanzamiento del martillo -me punzaba irónicamente mi padre-. Porque aquí hay
muchos expertos en arrojar lo más lejos posible cualquier herramienta".
Para los viejos inmigrantes -aquellos que habían dejado la piel y trabajaban de
sol a sol- algunas renuencias, pasividades, facilismos y holgazanerías del
argentino moderno eran inconcebibles: las naciones se levantaban con
"sangre, sudor y lágrimas" y el insulto más grave que te podían
endilgar era ser "vago".
Sus razonamientos, a veces despectivos y
sarcásticos, entrañaban una justificación y a la vez una injusticia: fruto de
las distintas guerras europeas y otros desastres, aquellos inmigrantes no
concebían el crecimiento de una república más que como el resultado del afán y
el sacrificio, y solían olvidar que millones de argentinos tomaban hasta tres
colectivos para llegar a sus trabajos; todavía lo hacen, ganan una miseria y,
aun así, muchos de ellos también reivindican la ética del empeño y la
laboriosidad. Ese último olvido no borra, sin embargo, que décadas de populismo
fueron carcomiendo la cultura del trabajo, que el clientelismo estatal prohijó
una cierta inacción con coartada pobrista en algunos sectores bajos, que el
esfuerzo tiene hoy mala prensa en determinados segmentos medios y que, como
sugiere el sociólogo italiano Loris Zanatta, a muchos progres de la pequeña
burguesía la innovación les parece enemiga del empleo y la prosperidad,
directamente un pecado. Esos razonamientos implican, por otra parte, un claro
analfabetismo ideológico: la alta productividad no es privativa de la
"derecha"; siempre ha sido un fuerte imperativo del socialismo real.
La gesta inmigrante, tan combatida silenciosamente por
nuestros nacionalismos, también está en el genoma de la argentinidad y puede
seguir siendo inspiradora. ¿Qué hubieran dicho mi padre y sus camaradas al ver
en televisión a un grupo de jovencitos sobrealimentados y cebados por sus
progenitores poniendo el grito en el cielo ante la necesidad de hacer pasantías?
La puesta en escena de esos muchachos era tan dramática que parecían estar
aludiendo al trabajo esclavo en las mazmorras del colonialismo o espantados por
tener que pasar una temporada infernal en la Legión Extranjera; las palabras
"explotación" y "precarizar" se les caían de la boca como
un chupetín remordido y amargo. En mis cuarenta años de vida laboral, no he
conocido a ninguna persona verdaderamente destacada que se haya limitado a
trabajar a reglamento, o que no haya incluso "pagado" por aprender, es
decir: quedarse después de hora, robarle tiempo al ocio para conocer los
secretos del oficio, meterle pasión ad honorem a la tarea y considerar esa
oportunidad como un enorme privilegio.
Según Miguel Espeche, el nuevo discurso adolescente es
resultado de una educación familiar y escolar donde se les enseña muchísimo
sobre sus derechos y muy poco sobre sus obligaciones; donde se les inculca que
todo poder resulta necesariamente perverso, toda ley o regla se vuelve injusta,
y todo ejercicio de la autoridad implica autoritarismo. El psicoterapeuta
recuerda una patética reunión de fin de curso donde los padres les escribían a
sus hijos y les pedían perdón lacrimógeno por haberlos traído a este mundo. La
orfandad que esos adultos infligen inconscientemente a sus hijos tiene un
resultado paradójico: los chicos temen a ese "mundo terrible", no
saben cómo insertarse en él, se vuelven reactivos, dibujan un relato
estereotipado donde la realidad no importa y pasan a engrosar la vociferante
pero infantil grey contestataria. No se trata, por supuesto, de una rebelión
sana y consistente, sino esencialmente de una escaramuza verbal, quejosa y
frívola.
El populismo alentó, en paralelo, la mediocre idea según la
cual solo valía el mero presente. La inflación no asumida calcinaba el valor de
los billetes y había que sacárselos de encima: consumo rápido y coyuntural, sin
ahorro, expectativas responsables ni futuro. Muchos hijos de la clase media
canjearon el proyecto de la casa propia por vivir "experiencias"; sin
tener la retaguardia asegurada, y en ocasiones sin contar con el puesto estable
ni la vocación definida, se dedicaron a viajar despreocupadamente. Luego
regresaban a base con resentimiento y se quejaban porque no contaban con las
chances laborales ni habitacionales que "merecían". La cigarra vencía
a la hormiga, pero después protestaba por su suerte.
Guillermo Oliveto, el mayor especialista en consumo,
escribió hace unos años un ensayo en el que postulaba la importancia de
"cambiar el chip" de la sociedad si se pretendía encender el
desarrollo. Hoy Oliveto registra en sus estudios de campo una mutación
embrionaria pero significativa: el consumidor está buscando, por primera vez en
décadas, un equilibrio razonable entre el disfrute y el esfuerzo; comienza a
permear la recuperación de la cultura del trabajo. Y existe un elemento fáctico
notable: la explosión de los créditos hipotecarios, que resultan beneficios
ordenadores, puesto que obligan a consolidar un trabajo duradero, asentarse,
planificar, y sobre todo ser capaces de postergar el consumo instantáneo en
virtud del largo plazo.
La transgresión impune y sistemática, la evasión consentida,
la indiferencia frente a las mafias, la religión del atajo, la apología de la
dejadez, la demagogia del caciquismo, los prejuicios aldeanos frente al
progreso capitalista, el desprecio por los fundamentos republicanos, el
chantaje de lo políticamente correcto, el repudio a la moneda, la permanente
demolición institucional y una antología macroeconómica que condensó sucesivas
devaluaciones a traición, hiperinflaciones, depresiones, defaults, cepos,
confiscaciones, extravagancias y extravíos tuvieron el efecto de una guerra en
cámara lenta: si comparamos la Argentina de los años 60 con la actual, cifra a
cifra y foto a foto, veremos el nivel de devastación que hemos permitido.
Alemania y Japón se sobrepusieron a sus respectivas debacles de la Segunda
Guerra Mundial con una combinación de condiciones racionales dictadas desde
arriba y una respuesta vigorosa generada desde abajo, y que al menos en su
intensidad recuerda a nuestra antigua fibra inmigrante. El Estado pone los
rieles, pero la sociedad empuja el tren. Para que esto funcione, tal vez sea
necesario aceptar que tocamos fondo, que nos equivocamos, que compramos buzones
y que fracasamos de manera calamitosa: no somos lo que creíamos ser; alguna vez
peleamos la punta, pero hoy estamos peleando el descenso. Sin esa asimilación
de la derrota, es difícil conseguir el espíritu de superación de la posguerra.
Y entonces, siempre una reactivación ocasional será sólo el capítulo de una
larga novela de sobresaltos y frustraciones.
Quizá sea necesario desandar el laberinto y volver a la
encrucijada donde erramos la salida y extraviamos el rumbo, para recuperar
justo allí los viejos valores, y para ponerlos a tono con la sociedad del
conocimiento y la revolución tecnológica. Un país donde conjugar la tenacidad
con la dicha, y donde se supere incluso el efecto indeseado de toda
inmigración: aquellas generaciones sacrificadas y entrañables crearon sin
querer una especie de individualismo inarticulado. Aquí se necesita lo que Juan
Llach llama una "productividad inclusiva", que recomponga el tejido
colectivo y nos saque del estancamiento estructural. Pero eso no se conseguirá
sin aquel fuego sagrado que alguna vez heredamos, y luego tristemente perdimos.
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