Cristina elude
culpas por un resultado electoral que adivina. Como Néstor, se ciega y ve
traidores.
Por Roberto García |
Hasta los animales políticos cometen el mismo error que los seres
humanos: tropiezan dos veces con la misma piedra. Sólo así se comprende la
furia del cristinismo en la provincia de Buenos Aires por imputarle a la
“traición” una eventual derrota en los comicios de mañana (según indica la mayoría de las encuestas y
si el caso Maldonadono afecta esta presunta
tendencia, tema que también ha descontrolado al presidente Macri).
Siempre
la culpa es de los otros, más cuando tambalea un universo populista que
tradicionalmente había escriturado el kirchnerismo y le permitió ganar, arañando, las últimas PASO.
La tontería acusatoria llueve sobre los intendentes, los traidores según el
relato del anterior gobierno, en parte alejados de la mujer candidata por un
trámite lateral: no repartieron la boleta completa, partidista, con Cristina a
la cabeza (sólo garantizan ese delivery para los que tienen planes sociales).
Como el café, si alguien lo pide cortado (en este caso, la boleta), se lo
brindan.
Tentaciones. Quizás influya otro elemento añadido: la tentación para recibir
fondos del gobierno Vidal, pródigo en esta época de elecciones
con los más receptivos. Y el reproche de Cristina, aun sin conocerse el
resultado, ya recaló sobre distintos barones del Conurbano –Ezeiza y
Berazategui, por ejemplo– aunque la lista de blancos señalados es mucho más amplia.
Repiten la viuda y su hijo Máximo el mismo encono de Néstor cuando perdió en
ese distrito madre con De Narváez (2009) y, en aquella noche de los cómputos,
airado, le atribuyó la culpa a la esposa del jefe de Gabinete, Massa, porque su
mujer había hecho campaña para vencer en Tigre sin utilizar el nombre de
Kirchner. Tanta ira lo dominaba que, además de manoseos violentos entre
ambos, dicen que hasta voló alguna trompada en la discusión. Ninguno confirmó
luego ese extremo desatino. Como entonces, los herederos políticos de
Néstor ahora invocan la palabra “traición”, un agravio que en el peronismo
justificó hasta asesinatos, como el del sindicalista Augusto Timoteo Vandor
–entre otros– por parte de Montoneros, como si esa formación especial hubiera
conseguido alguna vez mejores salarios para los metalúrgicos.
Nunca entendió Néstor, en su paranoia conspirativa, el funcionamiento
político de los intendentes en la Provincia. Prefirió el facilismo de suponer que una
deslealtad congénita o la falta de convicción gobernaba a sus desertores: los
odiaba a distancia, desde Santa Cruz. Ni siquiera había aprendido de Duhalde,
aquel patrón de la estancia bonaerense y temible dueño de un aparato
territorial, quien sin embargo no se ofuscó cuando en 1999 perdió la elección a
presidente frente a De la Rúa mientras ganaban y obtenían más votos que él su
favorito a gobernador, Ruckauf, y sus intendentes amigos. Ni por un minuto
entonces pensó en la traición, menos en denunciar –como la irritable familia
Kirchner– a posibles tránsfugas, saltarines en garrocha o pichones de canguros,
que en lugar de morir en la misma lista completa se separaron para facilitar el
corte de boleta en cada municipio, según la demanda de los votantes.
Lo acompañaron hasta la puerta del cementerio, pero se negaron a entrar en el camposanto. Duhalde sabía, ya que había sido intendente de Lomas de Zamora, que los barones del Conurbano optaron por privilegiar su poder distrital y desprenderse del orden nacional: no renegaban de la conducción o autoridad de su líder, sólo procedieron de acuerdo a sus intereses. Como es habitual en política, como siempre han hecho los Kirchner, por otra parte.
Se ha construido una fundada leyenda negra sobre los jefes municipales, el apriete
salvaje que han ejercido en los comicios, su opaca capacidad clientelar, el
dominio económico sobre el electorado más pobre y, en particular, la magia
fraudulenta de la que se han servido para torcer resultados y obtener guarismos
de dictaduras tropicales. Una peste negra, repugnante, inaccesible.
Hacer punta. Al margen de estas sombrías narraciones, los intendentes cultivan un sistema primario de respuesta democrática: cada uno de ellos dispone de una cuadrícula territorial de su municipio, un mapa detallado con un encargado o “puntero” de cada sección que conoce cara a cara a los vecinos, sean de barrios, villas o edificios: son los responsables de rastrear la opinión vecinal sobre los candidatos en pugna, sea en el orden nacional, provincial o municipal. Mejor que los encuestadores.
Con ese escrutinio y al margen de fidelidades políticas, los intendentes ordenan luego el reparto de sus propias boletas, la de concejales, a las que acompañan –según la conveniencia– con la completa de su propia fracción o, cortadas, con los postulantes preferidos de otros partidos en la cabeza. De ese modo se preservan, continúan y perpetúan, son hijos de la opinión general con un método singular –al margen de los vicios conocidos– de protección individual. Son transgénicos, camaleónicos, calculadores, carecen del propósito de superar su propia estatura –casi ninguno aspira a ser gobernador–, y se acomodan al clima reinante como los muñequitos que mudan de color en las modestas decoraciones antiguas.
En la multitud de ejemplos, pueden citarse dos que a juicio de la
indignada Cristina (y su hijo) no aportaron la
cantidad de votos que ella requería para las PASO, sospechando de traición como
lo hacía su esposo. Se molestó con Alejandro Granados, imbatible en su
reducto de Ezeiza, quien proviene de un tronco radical, se hizo peronista,
luego íntimo de Menem incluyendo a su familia, más tarde cercano a Duhalde,
finalmente allegado a Cristina, ingresando su esposa Dulce al entorno áulico de
la viuda y sus hijos con importantes cargos públicos por su devoción a La
Cámpora. Recto como la avenida Rivadavia. Ni él se privó de los ascensos: se
armó como ministro de Scioli la policía que ahora desmonta la Vidal, sin que lo
mencionen en el núcleo de las mafias. Un modelo de supervivencia, cosechando
récords de votos, más para él que para sus jefes.
Igual que los Mussi en Berazategui, donde el padre se acopló como ministro de Duhalde y también de Ruckauf, y cuyo hijo heredó la misma escuela de la dinastía, pareció camporista en la década ganada y ahora, claro, puede repartir boletas según el gusto del consumidor siempre que apalanquen la propia. Así han vivido y progresado, con sentimientos pasajeros, el peronismo como excusa, mínima ética y un criterioso sistema de poder en el que la palabra “traición”, de existir en política, sería una anomalía extraordinaria. Hasta para la misma Cristina, que mañana sabrá hasta dónde llega su inútil cólera.
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