Por Manuel Vicent |
Si los peregrinos jacobeos medievales hubieran sabido que la
Vía Láctea o Camino de Santiago lejos de señalar una ruta mágica hacia el fin
de la tierra, realmente tenía la forma helicoidal, como de un platillo volante
giratorio, nunca habrían acometido ese viaje iniciático ante el temor al vértigo
y a la desorientación. Si aun hoy los peregrinos europeos que atraviesan
Roncesvalles o los ibéricos que transitan por la Ruta de la Plata o el Camino
Portugués supieran que la Vía Láctea pudiera ya no existir en la realidad, tal
vez no se moverían de casa.
De hecho, pese a que la seguimos contemplando con emoción en
las noches claras puede que la Vía Láctea se haya extinguido hace muchos años,
el tiempo en que su luz ha tardado en llegar a la Tierra aun cuando su
combustible se haya agotado y esa parte del universo esté ya a oscuras. Esa es
la posible ficción cósmica en que vivimos.
Si la Vía Láctea puede que ya no exista y todas las luces
que observamos en el cielo de noche son ilusorias, ¿qué pasa con esa estrella
de la bandera cuatribarrada que marca la ruta delirante de los peregrinos
catalanes hacia la independencia? Hay que preguntarse a qué clase de agujero
negro nos aboca esa luz confusa y vertiginosa.
Si mañana se declarara la república independiente de
Cataluña muchos catalanes, creyéndose libres y soberanos, se levantarían de la
cama confiados en que la independencia iba a mejorar sus vidas, pero la mente
deslumbrada y el corazón inflamado de amor a su patria les impediría saber que
detrás de ese sueño solo existe la oscuridad, y al final, llenos de frustración
y melancolía en medio de una violenta fractura social entre hermanos, deberían
enfrentarse a la rutina gris de todos los días, mientras el Sol, la única
verdad que da la vida, saldría en punto como siempre por el Empurdá y se pondría
por Finisterre.
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