Por Martín Caparrós |
Cataluña está conmocionada, los catalanes están
conmocionados. Nadie parece quedar del todo al margen. Hay personas que se
quejan porque sus vidas están lastradas por la incertidumbre, personas que se
emocionan porque sienten en la cara el viento de la Historia, personas que se
molestan porque quieren desentenderse y no lo logran, personas que se angustian
porque no saben qué pensar, de qué lado ponerse. Algo pasa cuando la política
se convierte en emoción: a veces es bueno, a veces menos.
Corren tiempos fuertes: en las casas, las calles, los
campos, los trabajos, nadie duda de que vive una situación extraordinaria. Una
situación se vuelve extraordinaria cuando te acostumbra a esperar lo
inesperado. Y lo inesperado ha sucedido tanto, últimamente, que todos creen que
podría volver a suceder. Si no sucede, si las cosas siguen su curso actual, en
los próximos días el gobierno español suspenderá las instituciones de la
democracia catalana —su gobierno, su hacienda, su policía, su televisión— y gobernará
Cataluña en su lugar.
Se apoyará en el artículo 155 de la Constitución de 1978,
que permite que el gobierno central intervenga si una región lo desconoce. El
artículo es tan rebuscadamente vago y breve que consiente casi cualquier cosa.
Nunca nadie lo usó, pero ahora el Partido Popular está dispuesto a aprovecharlo
—con la ayuda de su leal oposición, ese partido que todavía llaman Socialista
Obrero—.
El presidente Mariano Rajoy dijo el viernes pasado que la
situación “no le deja más remedio”. Desde su punto de vista tiene razón: si una
región quiere separarse, el gobierno central debe impedirlo. Lo que no dijo fue
que había hecho todo lo imaginable para que la voluntad de separarse fuera la
respuesta más ajustada a sus desprecios y agresiones. Tampoco justificó la
paradoja de suspender el sistema constitucional en nombre de la defensa de la
Constitución, los organismos democráticos en nombre de la Democracia. Otra vez,
el camino del infierno es asfaltado con buenas intenciones, y ya no parece
camino sino grieta, un diálogo imposible.
La grieta es el resultado del enfrentamiento entre dos
lógicas nacionalistas contrapuestas. Parecen oponerse en todo pero no: están de
acuerdo, entre otras cosas, en enfrentarse y revolear banderas y aliarse con
quien sea en nombre de la patria. Ahora, por ejemplo, buena parte de la
izquierda catalana está en la calle apoyando a Carles Puigdemont, jefe del
partido que recortó las prestaciones sociales como ninguno antes, que
protagonizó corruptelas magníficas, contra el que manifestaron una y otra vez
antes de que los uniera una bandera patria. Y ese partido ahora se enfrenta
audaz a su aliado en aquellos recortes, aquellas corruptelas —el Partido
Popular español—, porque los separan dos banderas patrias.
Pero la grieta también enfrenta diferencias; entre lo legal
y lo legítimo, por ejemplo. En todo este proceso el gobierno de la derecha
española se ha parapetado tras la ley: sus argumentos la enarbolan, sus intervenciones
se usaron como punta de lanza al Tribunal Constitucional. La legalidad está de
su lado, dicen, y los catalanistas contraatacan con la legitimidad: que sus
demandas son justas, que si la ley no las contempla hay que cambiarla. No, la
ley está hecha para cumplirse, dicen unos; sí, pero si siempre se hubiera
cumplido ciegamente seguiría habiendo esclavos, les contestan, o mujeres sin
derecho al voto. A veces la ley deja de tener el consenso que la fundó, y hay
movimientos que tratan de cambiarla.
La grieta también llegó al salón del trono. Los españoles,
cuando hablan de Cataluña, intentan soslayarlo, pero el “factor República” es
central. Los independentistas no solo quieren armar otro país; quieren, además,
que ese país no tenga reyes. Eso explica, también, la violencia con que los
enfrenta el gobierno de Madrid y la corte de Felipe VI. Quien, en lugar de
poner paños fríos, los calienta. Su discurso del jueves pasado no buscó acercar
a sus millones de súbditos catalanes disconformes sino decirles que su conducta
es inaceptable.
La grieta también fisura ideas sobre la democracia. ¿Quién
decide qué, cómo, por qué medios? El argumento más ponderado de los
españolistas contra los “indepes” consiste en que no representan a la mayoría
de sus ciudadanos. Es cierto que solo los votaron 2 millones, el 36 por ciento
del censo catalán, pero también lo es que el Partido Popular gobierna el país
con los votos de 8 millones, el 22 por ciento del censo español. Y también es
cierto que, cuando aplique el artículo 155, sus dirigentes regirán —en nombre
de la democracia— una región donde no alcanzan a representar al 6 por ciento de
sus ciudadanos.
Vivimos en democracias confusas, de baja intensidad, que se
justifican por el mayor número pero nunca involucran a las verdaderas mayorías.
No es azaroso que cada vez menos personas, en cada vez más países, crean en ese
sistema. Y que ese sistema sea cada vez menos capaz de solucionar los
conflictos presentes.
En cualquier caso será esa legalidad democrática la que
justifique la intervención del Estado central en las instituciones catalanas.
Es posible que en estos días, justo antes de que Madrid lo destituya, el
president Puigdemont declare la independencia. Sería una forma de decir que no
hay retorno, pero hay miembros importantes de su partido que lo presionan para
que no lo haga. Entre ellos, se dice, el expresident Artur Mas, el que le dio
su cargo. Y, sobre todo, las grandes empresas catalanas que, con su abandono de
Barcelona, votaron muy en contra.
A cada lado de la grieta las partes se atrincheran. Nadie
sabe cómo recibirá Cataluña la “invasión española”, pero el cariño no está
entre las opciones. Distintos grupos ya se entrenan para resistir —por ahora
sin violencia— su llegada que, visto lo visto, podría ser violenta. Es probable
que no consigan mucho: la fuerza de un Estado que despliega sus fuerzas es
difícil de contrarrestar. Pero también es difícil imaginar cómo ese Estado
podrá convencer a los catalanes de aceptarlo, de reintegrarse a él. En un plazo
impreciso —que debería medirse en meses—
el gobierno español debe convocar elecciones autonómicas en Cataluña: es
probable que los partidos independentistas rentabilicen en votos el malestar
por la intervención, y no está claro que podría hacer Madrid para impedirlo
—salvo prohibirles que se presenten y agrietar todavía más el sistema
democrático—.
Mientras, la grieta crece. Millones de catalanes identifican
a España con el gobierno del Partido Popular y sienten que ese gobierno —ese
país— los priva de su libertad. Y millones de españoles sienten que Cataluña
—en lugar de acompañarlos en la construcción de un país mejor— solo quiere
abandonarlos. Quizá por eso muchos españoles no consiguen identificarse con
ellos: no entienden que su gobierno podría tratar a cualquier otro rebelde como
trata a los rebeldes catalanes, que si manda a su Guardia Civil a impedir una
votación o si detiene por “sedición” a dirigentes catalanistas, podría hacer lo
mismo con cualquier otro movimiento que le resulte amenazante.
La grieta está instalada. Mucho tendría que cambiar España
para que millones de catalanes vuelvan a sentirse parte de ella; mucho tendría
que cambiar Cataluña para que millones de españoles vuelvan a sentirla suya.
Pero la grieta crece también entre los catalanes: después de todo, una mitad
quiere la independencia y la otra no, y la convivencia se complica: amistades
rotas, proyectos truncos, familias enfrentadas, reproches encendidos. Aun
cuando el proceso político encuentre un cauce, la vida en Cataluña no será
fácil durante muchos años. La grieta, parece, llegó para quedarse.
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