Por Manuel Vincent |
Había amanecido un sol radiante aquel 28 de junio de 1914 en
Baden Baden, según cuenta Stefan Zweig.
Era la víspera de San Pedro y San Pablo
y muchos burgueses austriacos, alegres y confiados, habían decidido pasar el
día de fiesta en ese balneario, que parecía haber sido levantado solo para el
placer del espíritu.
Una orquesta de violines y pistones hacía sonar un vals bajo
los perfumados tilos del parque; algunos veraneantes apostaban en la ruleta del
casino y otros ataviados con pamelas y sombreros blancos, seguidos de niñas vestidas
con colores claros, cruzaban los puentecillos de hierro colado que unen los
jardines a uno y otro lado del río Oos.
En medio de esta perfecta armonía, de repente, la orquesta
dejó de sonar. Algunos oyentes rodearon a un guardia que en ese momento estaba
fijando en un tablón visible un cartel con la noticia de que el archiduque
Francisco Fernando, heredero del trono del imperio austro- húngaro, y su mujer
habían sido asesinados en Sarajevo a manos de Gravilo Princip, un nacionalista
serbio que luchaba por la independencia de su país frente a Austria.
Nadie dio demasiada importancia a ese hecho, de modo que el
vals comenzó a sonar de nuevo desde el mismo compás interrumpido y aquellos
felices burgueses siguieron ejerciendo su exquisita cortesía en los sillones.
Nadie supo explicar cómo sobrevino la guerra, pero de pronto
aquel espejo de felicidad evanescente saltó en pedazos y pocas semanas después
aquella gente cortés y pacífica de Baden Baden estaba ebria de sangre; era
imposible mantener una conversación sensata con los viejos amigos, que se
habían convertido en patriotas ciegos, en unionistas o independentistas
fanáticos. “Quien no es capaz de odiar, tampoco lo es de amar de verdad”,
decían algunos. Aquella guerra que nadie quería produjo una espantosa
carnicería con millones de muertos.
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