Por Pablo Mendelevich |
Un país inédito desde el punto de vista político
institucional quedó prefigurado ayer en las elecciones legislativas con el
aplastante triunfo de Mauricio Macri, primer presidente ni peronista ni radical
en setenta años. El peronismo, disperso, sin líder integrador, sin hoja de ruta
ni mística aglutinante, emergió de las urnas magullado, mientras el
kirchnerismo alejaba sus chances de volver a ser una fuerza nacional para
consagrarse como una considerable minoría provincial.
Es casi seguro que estas elecciones tendrán efectos
trascendentes. Y no tardarán en insinuarse. El fenómeno más interesante que
probablemente veamos a partir de hoy en la política argentina es la
intensificación del panquequismo. La figura que suele representar sin sutilezas
a alguien que se da vuelta en el aire quizás no debería hacer pensar en un
antimacrista que de súbito deviene oficialista. Se trataría más bien de otrora
acérrimos críticos de Macri y del macrismo encantados de descubrir que lo
importante en una democracia es sentarse a negociar con todos. En sí mismo esto
no tendría nada de singular en un marco democrático convencional, pero estamos
hablando de dirigentes políticos en general pertenecientes al peronismo que con
mayor o menos pasión adhirieron durante años al sistema contestatario de la
república matrimonial creada por los Kirchner, un verticalismo prebendario
donde al adversario era un enemigo.
En estos casos siempre vuelve a la memoria la forma en la
que Le Moniteur Universel tituló sus ediciones en marzo de 1815 a medida que
Napoleón se acercaba a París. De "el Monstruo se escapó de su
destierro", se pasó a decir que "el Usurpador está a sesenta horas de
marcha de la capital", más tarde se informó que "Bonaparte avanza con
marcha forzada", luego "el Emperador" estaba en Fontainebleau y
finalmente, ante lo inexorable, el título destilaba un impudoroso servilismo.
"Su Majestad hizo su entrada pública y llegó a las Tullerías. Nada puede
exceder la alegría universal. ¡Viva el Imperio!".
Desde luego, Macri no se parece a Napoleón, tiene otros
métodos y sus éxitos políticos tanto como sus conquistas son más módicos. Sólo
es un presidente argentino que ganó las elecciones de medio término, como se
dice ahora fingiéndose rutina, pero el mecanismo de adaptación al poder real lo
precede, es bastante más añejo que el PRO y se lo suele verificar cuando un
líder despreciado se posiciona como un respetable poderoso en ascenso. Ese
mecanismo ha sido corriente en el seno del Movimiento peronista, donde los
laxos patrones ideológicos habilitaron, por ejemplo, embanderamientos con
líderes "neoliberales" o "progresistas" según pasaban las
décadas. Lo nuevo hoy es que el peronismo perdió el vigor necesario para
ofrecerse de envase a un nuevo proyecto, mientras una coalición de raros contornos
-Cambiemos- ocupó el espacio central de la política. Esos dos fenómenos
complementarios son los que se consolidaron ayer en las urnas.
La coalición oficial de tres patas, formada por el partido
más nuevo que hay (no como marca, como sujeto de gestión), un partido
centenario con carácter de acompañante (el radicalismo) y una dirigente que
actúa como fiscal moral de la república e inspectora del propio gobierno a la
vez (Lilita Carrió), se impuso ayer a nivel nacional por primera vez sin mediar
un ballottage. Muchos comparan la situación con el año 1985, cuando Alfonsín,
dicen, ganó con parecida intensidad aquellas "elecciones de medio
término". Sin embargo, en aquel entonces no había elecciones de medio
término porque los períodos presidenciales eran de seis años y las elecciones
intermedias eran dos (ninguna en la mitad), de características diversas. De
hecho Alfonsín perdió las elecciones de 1987, lo cual tuvo gran importancia en
el desenlace precipitado de su gobierno.
Macri, digámoslo por fin, quedó posicionado ayer para
presentarse a la reelección en 2019, es decir, para gobernar seis años más. Y
eso no tiene antecedentes para un presidente no peronista. Sale fortalecido de
las urnas no sólo para gobernar sino también para preservar la gobernabilidad y
para seguir.
La derrota a la que fue llevada Cristina Kirchner
-recuérdese que ella misma dijo que no quería ser candidata- seguramente va a
contribuir al aislamiento del kirchnerismo en el universo peronista, una
estrategia que favorece al oficialismo. No sería extraño que los bloques
legislativos del Frente para la Victoria se partieran. El cristinismo quedaría
delineado así en forma más nítida y también más estrecha, con una probable
radicalización política respecto del resto del peronismo.
En su discurso de anoche Cristina Kirchner exhibió dos
novedades formales. Primero que nada agradeció "a los trabajadores y
trabajadoras de prensa", algo extraño de parte de quien discriminó a los
periodistas durante años y culpó a la prensa una y otra vez de todos los males
del Universo. Inexplicablemente, pese a haber improvisado como presidenta en
infinitas cadenas nacionales, anoche leyó lo que dijo. Enmarcado en un
artificial clima festivo, el discurso no contuvo una sola cifra ni porcentaje.
Se ignora si lo escribió para no olvidarse de decir nada o para no decir algo
de más.
Después renovó sus acostumbrados modales de bajo
refinamiento al no felicitar por el triunfo al ganador, prefirió no comentar
que era su primera derrota electoral personal y evitó expresamente, también,
nombrar al peronismo y al kirchnerismo, mientras exaltaba a Unidad Ciudadana
como un vigoroso y victorioso partido opositor. Una poco fundamentada
postulación de su liderazgo pareció destinada a atajar el aislamiento al que
probablemente la sometan desde hoy los gobernadores y muchos intendentes del
peronismo que saldrán a buscar líder con mayor premura. El Gobierno, cabe
esperar, querrá no ser ajeno a la búsqueda y, en primer lugar, ganar nuevos
interlocutores. Viene, sin duda, una política más negociadora.
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