Por Nelson Francisco Muloni |
Elsa fue madre a los dieciséis años. En sus brazos de niña acunó
al hijo y en sus ojos, aún inocentes, soñó el mundo. A la misma edad, meses más
tarde del nacimiento del asombro de su vida, comenzó a trabajar. Agotaba sus
dedos en la máquina de escribir, apurándole el tiempo a su fatiga. Para dar.
Para dar más.
El permiso de todos los días a la misma hora para salir de
su trabajo y correr calle arriba al encuentro de su pequeño sostenido en los
brazos cálidos de su madre, la abuela condescendiente con la hija niña.
Llegaba hasta las escalinatas de ladrillos, con los senos explotándole
de leche para dar de mamar a su crío ansioso. Una escena inquietante.
Conmovedora. Vital. Madre. Abuela. Niño. Casi la vida plena en la leche que
elevaba el terciopelo del moho en los ladrillos hasta convertirlos en la tenue
felicidad de la mujer sentada con el pecho descubierto. La sombra de los
árboles mitigaba el sol cercano al mediodía.
El hijo creció y la madre niña con él. El corazón, las
lejanías, los felices retornos, los reencuentros con los abuelos envejecidos y
los tíos desandando sus propios rumbos. Y en cada comida en la vieja galería,
el recuerdo de aquellas escalinatas de ladrillos. La leche en plena estatura
del hijo. Luego, la venida de otro hijo. Los cielos, las montañas, los caminos.
Para aquí, para allá en los traslados del marido empobrecido.
Pero ella, ya mujer plena, puso sus manos a trabajar.
Muñecas, cuadros, vestidos, panes, empanadas o dulces. Todo era convertido en
sostén diario. Hubo enojos, claro. Y discusiones. Fuertes. Como fueron fuertes
las tristezas. Pero siempre la lucha. La de todos los instantes. Incluso, la de
la política y el afán de ver que, algún día, podrían ser realidad los sueños.
Después, vinieron los alejamientos. La nostalgia siempre
prendida a otras nostalgias enraizadas en la leche para el niño. Pero, el niño,
ya hombre, seguía su propia rosa de los vientos. Y le dio nietos con los que
volvió a su niñez de madre. Y también volvió a su hijo pequeño acunado en las
escalinatas que ya no existían.
Pero Elsa tuvo que irse. Enferma de lejanías. Con el cuerpo
vencido de tanta madurez niña. Con el recuerdo de los hijos. Como escribió de
ella el poeta Hugo Ovalle: “Doña Elsa Morón de Muloni se ha ido como se van
todas las buenas madres, sólo para andar con sus hijos en todas partes. Tan
sólo por eso, los hijos de su hijo, se abrazarán a ella cuando lo abracen y
besen a su padre, Nelson Francisco…”.
Gracias, Elsa. Gracias, madre…
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