Por Arturo Pérez-Reverte |
Repasando, casi por azar, unos viejos volúmenes de
novelas policíacas -Peter Cheyney, Harmon Coxe, Eric Ambler-, acabo de
encontrar uno de Ellery Queen que me transporta más de medio siglo atrás en el
tiempo, al lector que yo era a los doce o trece años. Por suerte para mí, las
bibliotecas de mis abuelos estaban especializadas en asuntos diferentes: la de
mi abuelo paterno era más de clásicos y gran literatura del XIX, mientras que
mi abuela materna y mi tía Pura, su hermana, eran lectoras apasionadas de
bestsellers contemporáneos -Vicky Baum, Colette, Somerset Maugham- y novela
policíaca, de la que tenían un armario lleno hasta arriba; en el que, cuando
iba a visitarlas, yo buceaba con entusiasmo de cazador precoz, pues podía
llevarme lo que me apeteciera.
Allí descubrí a Hammet y Chandler, entre otros.
Y uno de aquellos hallazgos tempranos, las novelas de Ellery Queen, tuvo serios
efectos colaterales.
Yo tenía doce años y estaba en tercero de
bachillerato en los Maristas de Cartagena, donde pasé mi infancia de estudiante
hasta que me expulsaron dos años después. Era un pésimo alumno, pues sólo me
interesaban la literatura, el latín y la historia. Todo lo demás eran
suspensos. E indisciplina. Cada profesor, religiosos en su mayor parte, tenía
para nosotros su apodo: el Cuellotoro, el Dumbo, el Tomate, el Pulga (uno de
los más logrados era el del profesor de matemáticas, un seglar elegante y
fumador de rubio emboquillado llamado don Francisco Márquez, cuyo magnífico
sobrenombre era Paco Farolas). Y el de mi clase, ese curso, era el hermano
Emilio, alias el Poteras.
El Poteras y yo nos odiábamos sin disimulo. Era de
esos profesores con la mano larga, muy dados a pegar a los alumnos -en aquel tiempo
eso era normalísimo-, pero solía ejercer esa potestad con excesiva saña. Yo no
era un alumno fácil, por otra parte. Si tocaba hacer un ejercicio de redacción,
me las arreglaba para que estuviera muy bien escrito, pero al mismo tiempo
fuese esencialmente insultante para él -recuerdo bien un tema libre: La pesca del calamar con potera-. Y las
represalias, por supuesto, estaban a la altura. Castigos y leña al mono. Los
padres no intervenían en esas cosas, pues la disciplina a la brava formaba
parte del sistema. Aquello, los chicos teníamos que comérnoslo solos. Doblabas
la bisagra, o mantenías el desafío en plan guerrillero y afrontabas las
consecuencias. Algunos -Miguel Cebrián, Manolico el Nabo, Julio Mínguez- las
encarábamos con la cabeza bien alta. Éramos pequeños cimarrones en pantalón
corto. Indomables cabroncetes, cada uno a su estilo. Peligrosos como la madre
que nos parió.
Una novela de Ellery Queen inspiró una de mis
campañas contra el Poteras. Apropiándome de la idea -un asesino que envía mensajes
previos en verso a sus víctimas-, durante un mes le estuve mandando a mi
acérrimo enemigo breves mensajes anónimos con versos míos (recuerdo uno de
ellos: En este tu penúltimo día / tu matador te envía / este mensaje
grato / que te hará bicarbonato). Por supuesto, yo era un
delincuente imberbe, un criminal ingenuo; y los mensajes estaban escritos en
papel cuadriculado de cuaderno escolar, a bolígrafo y con mi letra. Al Poteras
le bastaron cinco minutos para identificarme, y me sometió a un duro interrogatorio.
Lo negué todo, con un par de infantiles cojoncillos, y no pudo sacarme nada. Al
día siguiente le mandé un nuevo mensaje, y a los pocos días, otro. El siguiente
interrogatorio tuvo lugar en el aula desierta, a la hora del recreo, y no creo
haber recibido tantas bofetadas en mi vida. No abrí la boca más que para
negarlo todo. Además, procuraba sonreír entre hostia y hostia, como los héroes
de las películas. Me dejó ir, por imposible, y al día siguiente le mandé otro
mensaje.
El nuevo interrogatorio tuvo lugar en el colegio
unos días más tarde, pero en el despacho del director: éste, el Poteras, mi
padre, y yo en posición de firmes ante ellos. El Poteras, descompuesto,
acumulaba mensajes sobre la mesa, comparaba la letra con la de mis ejercicios
escolares, me acusaba de delincuente infantil. Yo seguía negándolo todo. Ésa no
es mi letra, sostenía impasible. Por fin, harto de aquello, muy serio, mi padre
dijo: «Cuando vean a mi hijo dejando personalmente uno de esos papeles,
avísenme». Luego me sacó de allí. Caminamos en silencio por la calle, uno junto
al otro, mientras él me miraba de reojo. Al fin dijo: «Ya lo has matado, ya
vale». Y me dio un buen pescozón. Entonces no me di cuenta, pero ahora
comprendo que sonreía.
© XL
Semanal
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