viernes, 13 de octubre de 2017

El cáncer no es un castigo merecido por vivir equivocado

Por Giselle Rumeau
Cada vez que alguien me pregunta que fue lo que más me impactó de mi cáncer de mama, sufrido en 2011, se queda pasmado ante mi respuesta. No fue la quimioterapia corroyendo mis venas y envenenando mi cuerpo hasta sentirme morir. No, no fue eso. Tampoco el sufrimiento de perder mi pelo adorado, ni la provocación de esa modelo televisiva con su fabulosa melena larga, brillante, dócil, suave, fuerte, saludable, y su queja estúpida por el maldito friz. Tras el shock inicial por el diagnóstico, descubrí que no sólo debía lidiar con la enfermedad y su feroz tratamiento sino con el pánico y el discurso de los demás. 

Con la ayuda de Luis, mi psicólogo, logré aceptar rápidamente esta suerte que me había caído por la cabeza. Ya no me preguntaba por qué a mí; no me llevaba a ningún lado más que a la angustia. Pero lo que se me hacía difícil era sentirme viva en medio de una situación que para los demás era espanto y muerte. Había días en los que esa mirada ajena, temerosa y estigmatizante, lograba derribarme por completo. No tanto por ese estigma de la incurabilidad que aún tiene el cáncer como por la culpabilización que, de manera inconsciente y por temor, se le hace al enfermo. Para los otros, los sanos, tenía cáncer porque algo había hecho mal.

Durante los dos años que duró mi tratamiento -con el que afortunadamente me recuperé- escuché todo tipo de comentarios disparatados. Hubo quien sentenció que me enfermé por ser alta y tetona, y por ende, tener mayor cantidad de células. Pero eso no fue lo peor. Gran parte de mis interlocutores creía que tenía cáncer de mama porque me había alimentado mal. Uno llegó incluso a recomendarme la ingesta de un jugo de pasto horroroso y acudir a un nutricionista experto en cáncer para mejorar mis hábitos. "¿Existe esa especialidad?", me preguntó mi oncólogo Jorge Puyol asombrado, la tarde en que se lo comenté.

Lo más irritante, y no por eso menos doloroso, era cuando me daban a atender que lo mío había aparecido como consecuencia del sufrimiento por los amores contrariados o por acumulación de stress. Cómo si el cáncer fuera un castigo merecido que nos llega por no saber manejar nuestras vidas. ¿Acaso el que no se enferma de cáncer es más fuerte y más inteligente? ¿Quieren decir que existen personas con vocación por el mal, que se enferman por su propia voluntad? Si fuera así, si el dolor y el stress provocaran la enfermedad, los hospitales no estarían repletos de bebés o niños con cáncer.

La realidad es que el cáncer -o los cánceres porque, en rigor, son varios y con distintos tratamientos- puede ser producto de una combinación de factores, ambientales, genéticos o hereditarios, pero aún no se sabe bien qué lo origina. Nadie puede explicar por qué una célula enloquece, crece de manera silenciosa y se niega a morir. De ahí, el pánico colectivo, ese espanto tremendo a lo desconocido.

El miedo se ve incluso en muchos comunicadores que, pese a tener la misión de dar la información precisa, ni siquiera pueden pronunciar la palabra cáncer. "Se murió tras sufrir una larga enfermedad", dicen o escriben como si el cáncer fuera contagioso. ¿Cómo ayudar a la toma de conciencia para prevenir el cáncer si se lo niega? ¿Cómo lograr, en el caso del cáncer de mama -cuya lucha se simboliza en el mes de octubre- que las mujeres se hagan la mamografía una vez al año si se pretende que la enfermedad no exista?

Ese tabú también es alentado por aquellos libros de autoayuda dudosos, escritos por mujeres que padecieron cáncer y que, tras alcanzar la sanación, se colocan en un lugar iluminado para enseñar a vivir y no enfermar. No es mi experiencia. Al revés de lo que todos piensan en estos casos, superar la enfermedad no me hizo más sabia, ni más zen, mucho menos infalible. No cambié mis hábitos alimentarios, que ya eran buenos, ni dejé de lado mis ansiedades con la lectura de Deepak Chopra, simplemente porque el cáncer no es algo que viene a castigar a uno por haber vivido de manera equivocada. Sigo haciendo las mismas cosas de siempre, repitiendo algunos errores, enojándome por los mismos motivos. Lo novedoso es que cambió mi perspectiva. La realidad ya no me afecta como antes. Sin duda, me he vuelto menos trágica.

Si tuviera que resumir un hecho concluyente o definitivo, como un antes y un después de la enfermedad, ahora que pasaron seis años desde su inicio, sin dudas sería algo así: atravesar el cáncer me permitió preguntarme por el vivir. Simplemente ahora me animo a la pregunta y a sostenerla en el tiempo. ¿Qué es vivir? Por fortuna, aún lo estoy averiguando.

© El Cronista

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