Por Giselle Rumeau |
Cada vez que alguien me pregunta que fue lo que más me
impactó de mi cáncer de mama, sufrido en 2011, se queda pasmado ante mi
respuesta. No fue la quimioterapia corroyendo mis venas y envenenando mi cuerpo
hasta sentirme morir. No, no fue eso. Tampoco el sufrimiento de perder mi pelo
adorado, ni la provocación de esa modelo televisiva con su fabulosa melena
larga, brillante, dócil, suave, fuerte, saludable, y su queja estúpida por el
maldito friz. Tras el shock inicial por el diagnóstico, descubrí que no sólo
debía lidiar con la enfermedad y su feroz tratamiento sino con el pánico y el
discurso de los demás.
Con la ayuda de Luis, mi psicólogo, logré aceptar
rápidamente esta suerte que me había caído por la cabeza. Ya no me preguntaba por
qué a mí; no me llevaba a ningún lado más que a la angustia. Pero lo que se me
hacía difícil era sentirme viva en medio de una situación que para los demás
era espanto y muerte. Había días en los que esa mirada ajena, temerosa y
estigmatizante, lograba derribarme por completo. No tanto por ese estigma de la
incurabilidad que aún tiene el cáncer como por la culpabilización que, de
manera inconsciente y por temor, se le hace al enfermo. Para los otros, los
sanos, tenía cáncer porque algo había hecho mal.
Durante los dos años que duró mi tratamiento -con el que
afortunadamente me recuperé- escuché todo tipo de comentarios disparatados.
Hubo quien sentenció que me enfermé por ser alta y tetona, y por ende, tener
mayor cantidad de células. Pero eso no fue lo peor. Gran parte de mis
interlocutores creía que tenía cáncer de mama porque me había alimentado mal.
Uno llegó incluso a recomendarme la ingesta de un jugo de pasto horroroso y
acudir a un nutricionista experto en cáncer para mejorar mis hábitos. "¿Existe
esa especialidad?", me preguntó mi oncólogo Jorge Puyol asombrado, la
tarde en que se lo comenté.
Lo más irritante, y no por eso menos doloroso, era cuando me
daban a atender que lo mío había aparecido como consecuencia del sufrimiento
por los amores contrariados o por acumulación de stress. Cómo si el cáncer
fuera un castigo merecido que nos llega por no saber manejar nuestras vidas.
¿Acaso el que no se enferma de cáncer es más fuerte y más inteligente? ¿Quieren
decir que existen personas con vocación por el mal, que se enferman por su
propia voluntad? Si fuera así, si el dolor y el stress provocaran la
enfermedad, los hospitales no estarían repletos de bebés o niños con cáncer.
La realidad es que el cáncer -o los cánceres porque, en
rigor, son varios y con distintos tratamientos- puede ser producto de una
combinación de factores, ambientales, genéticos o hereditarios, pero aún no se
sabe bien qué lo origina. Nadie puede explicar por qué una célula enloquece,
crece de manera silenciosa y se niega a morir. De ahí, el pánico colectivo, ese
espanto tremendo a lo desconocido.
El miedo se ve incluso en muchos comunicadores que, pese a
tener la misión de dar la información precisa, ni siquiera pueden pronunciar la
palabra cáncer. "Se murió tras sufrir una larga enfermedad", dicen o
escriben como si el cáncer fuera contagioso. ¿Cómo ayudar a la toma de
conciencia para prevenir el cáncer si se lo niega? ¿Cómo lograr, en el caso del
cáncer de mama -cuya lucha se simboliza en el mes de octubre- que las mujeres se
hagan la mamografía una vez al año si se pretende que la enfermedad no exista?
Ese tabú también es alentado por aquellos libros de
autoayuda dudosos, escritos por mujeres que padecieron cáncer y que, tras
alcanzar la sanación, se colocan en un lugar iluminado para enseñar a vivir y
no enfermar. No es mi experiencia. Al revés de lo que todos piensan en estos
casos, superar la enfermedad no me hizo más sabia, ni más zen, mucho menos
infalible. No cambié mis hábitos alimentarios, que ya eran buenos, ni dejé de lado
mis ansiedades con la lectura de Deepak Chopra, simplemente porque el cáncer no
es algo que viene a castigar a uno por haber vivido de manera equivocada. Sigo
haciendo las mismas cosas de siempre, repitiendo algunos errores, enojándome
por los mismos motivos. Lo novedoso es que cambió mi perspectiva. La realidad
ya no me afecta como antes. Sin duda, me he vuelto menos trágica.
Si tuviera que resumir un hecho concluyente o definitivo,
como un antes y un después de la enfermedad, ahora que pasaron seis años desde
su inicio, sin dudas sería algo así: atravesar el cáncer me permitió
preguntarme por el vivir. Simplemente ahora me animo a la pregunta y a
sostenerla en el tiempo. ¿Qué es vivir? Por fortuna, aún lo estoy averiguando.
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